QUÉ BUENA MALA LECHE


 


Excelente noche de teatro, ya era hora, la que hemos disfrutado este fin de semana en la Sala Pereda del Palacio de Festivales, a cargo de Sandro Cordero como director de Atra bilis, conocido texto de Laila Ripoll, que personalmente ya tuve ocasión de ver hace muchos años, en montaje de Micomicón. Siendo la obra buena, no es extraño que varias compañías quieran acercarse a ella, y en este caso una coproducción de La Estampa Teatro, Sótano B e Hilo Producciones ha sido quien la ha traído hasta la escena santanderina.

Atra bilis’, como es sabido, es el humor negro, uno de los cuatro señalados por Hipócrates para el ser humano, y que castizamente podríamos traducir por “mala leche”. Y mucha mala leche rezuma esta obra de Ripoll, en que cuatro mujeres ya en edad de muy poco merecer velan el cadáver de quien ha sido para ellas esposo, cuñado, amante y señor. Todo se desarrolla en la principal estancia de una gran hacienda, con algún momento ocasional fuera de campo. El texto de Ripoll no es sorprendente desde el punto de vista de la acción, que es bastante previsible aun en sus enredos y giros; diríamos que incluso le sobran diez minutos. Atra bilis, más bien, destaca por diseccionar perfectamente la personalidad de cuatro tipos femeninos muy relevantes en una España pretérita, aunque no tanto, que emanaban directamente de un clima opresor en que no cabían demasiadas opciones, y menos aún en el entorno rural de… los años 50, por decir: la propietaria déspota, la solterona amargada, la imbécil astuta y la criada resentida. Por lo demás, su baza estilística estriba en el uso de un lenguaje arcaizante de regusto rural, en el que la ristra de insultos es inacabable y delirantemente divertida (ya podían ser así de ingeniosas las lamentables arengas con que sus señorías nos martirizan cada día en el Congreso de los Diputados), y en que el refranero popular se torna arma arrojadiza de impensable agudeza.

Atra bilis es una obra de actores, y aquí se han batido el cobre con sus papeles Cristina Lorenzo (Nazaria), Laura Orduña (Daría), Beatriz Canteli (Aurorita) y Concha Rodríguez (Ulpiana). Todas ellas, en verdad, a cual mejor. Perfecto dominio de sus voces y sus gestos, e implicación máxima, que inmediatamente sitúa al espectador en posición de atención y compromiso. Con sus vestidos y ademanes y declamaciones percibimos ecos del esperpento de Valle-Inclán, de la asfixia de Lorca, de la inmundicia de Cela; el fatídico concepto de aquella dura vida queda reflejado en una fugaz alusión a las coplas de Manrique.

Como se ha avanzado, Sandro Cordero ha realizado un buen trabajo de dirección, sacando partido a ese escenario único y moviendo muy bien a sus actrices. La escena de Carlos Lorenzo es sencilla pero efectiva, porque no se necesita más que unas sillas y unos paneles decorados a modo de paredes de la austera y algo rancia casa castellana (además del omnipresente ataúd); hay una ventana velada con visillos por la que se adivina el exterior y sus truenos y sus domésticos horrores. Bien por el estratificado vestuario de Azucena Rico, que incluso se modifica a lo largo de la función (notable e imponente Nazaria), y también por la iluminación de Félix Garma.

En suma, una producción de aspiraciones contenidas que, no obstante, deja satisfecho al espectador por su ingenio y buen hacer.