Este fin de semana hemos
tenido ocasión de asistir a una de las propuestas más valientes y arriesgadas
de la programación del Palacio de Festivales. El espectáculo Carnación de la
danzaora Rocío Molina se presentó en 2022 y ha llegado ahora a Santander.
Molina había recibido previamente, en el mismo año, el León de Plata en la
Bienal de Venecia, y también el prestigioso Premio Positano de la Danza.
Carnación es tal vez un
espectáculo difícil de entender si no se aprecia su hondísima introspección, su
carácter, en cierto modo, de ajuste de cuentas de la bailaora consigo misma. Es
un espectáculo largo, en el que Molina se toma las cosas con calma, porque el
proceso que sufre su alma sucesivamente prendida en el deseo, la pasión, el exorcismo,
el calvario y la catarsis no es sencillo. El ritmo inicial desconcierta un
tanto en su reiteración y asimismo en su delectación autocontemplativa.
Queremos entrar en lo que Molina nos está contando –porque intuimos que nos está
contando algo importante— pero la morosidad nos mantiene en la distancia. Sin
embargo, a partir del tercer cuadro todo empieza a cobrar forma y el nudo de la
violencia más innata comienza a desatarse. Molina baila desesperadamente
apresada en un miriñaque de mimbre, se desnuda, se exorciza. Esas visiones nos
golpean. A partir de ahí, se exhiben las pasiones del cuerpo y del alma, el
lugar oscuro de la entrega amorosa, con su sumisión y su agresión física, el
martirio que atraviesa en solitario, la flagelación y el concentrado y
angustioso shibari y, al fin, el reencuentro consigo y la liberación,
que es un parto y un baile salvaje.
Carnación es un
espectáculo difícil e incómodo. Difícil, porque no sigue la línea habitual ni
ofrece al espectador de flamenco lo que ansía ver; en Carnación hay baile,
pero no demasiado, y el que hay tarda en llegar. Incómodo, porque se expone la
fragilidad de una mujer, y su sublevación, con una intensidad a duras penas
soportable. Molina nos obliga a asistir a las cerca de dos horas de su delirio pasional
(de páthos) ligándonos con las irrompibles ataduras de la fascinación y el
magnetismo. Carnación es un espectáculo transgresor que en ciertos momentos
puede llegar a mostrar una perturbadora pornografía del dolor y de la búsqueda.
Dicho esto, hay que alabar
la factura técnica del espectáculo, a todos los niveles. Es precioso el espacio
escénico de Juan Kruz Díaz de Garaio –por otro lado colaborador habitual de la
gran coreógrafa alemana Sasha Walz–, que además también estaba al cargo de la
dirección escénica y musical. La iluminación pensada por Carlos Marquerie es
magnífica, y lo mismo el vestuario de Leandro Cano.
Rocío Molina estaba
acompañada en escena por su cara o cruz, su haz o su envés, según los momentos:
el “Niño de Elche”, con quien la danzaora llegó a instantes de verdadera
comunión. Y también se acompañó de la espléndida voz de la soprano Olalla Alemán (qué
bueno reencontrarla en este proyecto cantando en presencia tan bellas canciones) y de la excelente improvisación de la
violinista norteamericana Maureen Shoi (con la que Molina protagonizó una
divertida escena de repudio), además del Coro Lírico de Cantabria, que aportaba una visión
ancestral y trascendente a la performance.
En definitiva, una velada
muy interesante y sugerente, que por desgracia no fue del agrado de algunos
asistentes. Lo que nos indica que hay que continuar en esta senda, porque abrir
horizontes y ventanas es indispensable para el espíritu.