Como todos los años, llega
al Palacio de Festivales de Santander la última propuesta teatral de Juan
Mayorga, dirigida por él mismo, con la que el público se ha volcado en lo que a
ocupación de la Sala Pereda se refiere: lleno total que, sin embargo, tal vez
no se correspondió en lo que a expectativas satisfechas se refiere.
En realidad, para ser más
precisos, ‘Los yugoslavos’ no es un texto nuevo de Mayorga, sino que lleva a
las espaldas más de una década. No obstante, el dramaturgo madrileño ha
decidido rescatarla del baúl de los recuerdos y ponerla a girar de nuevo,
aunque nos da la impresión de que esa recuperación no ha aportado nada de
interés, en el sentido de que no ha logrado atar los no pocos cabos sueltos que
en ella se detectan.
Como es habitual, también,
en las obras de Mayorga, éste siempre aprovecha retales de su memoria para
construir sus textos. En este caso, el abuelo del autor tenía un pequeño bar, y
la idea del título se le ocurrió al escritor tras una breve estancia en Belgrado.
Estos materiales, junto a sus referencias sempiternas: los mapas, el ajedrez, la
dificultad de la comunicación, los silencios, los lugares sin lugar… articulan,
una vez más, una obra que no acaba de convencer porque no llega a cuajar.
Hay un vago eco beckettiano
en este texto y, sin embargo, está muy lejos de la maestría del irlandés. La
espera y la angustia que se entretejen en las obras maravillosas de Beckett se
transforman en ‘Los yugoslavos’ en un devanar de palabras sin demasiado
sentido, en un plantear situaciones que acaban sin resolución, en un alargar
diálogos sin objeto verdadero. La obra comienza bien, y pensamos que vamos a
asistir al fin a algo denso e importante; el primer encuentro entre Martín y su
cliente Gerardo suscita interés, lo mismo que el aparte doméstico de Martín con
su esposa Ángela, que esboza un sordo mas poderoso grito munchiano, que es
metáfora de depresión y de la dificultad del decir. Luego todo empieza a
prolongarse sin orientación: irrumpe la enigmática mención a esos yugoslavos de
los que nada sabemos, e irrumpe también la hija de Gerardo en un papel cargante
e innecesario, pues no nos aporta absolutamente nada. Comenzamos a
impacientarnos cuando vemos que las agujas del reloj avanzan, pero la obra no. Nos
quedamos estancados en la nada de un país que no existe, en el baile en el
vacío de una mujer que no habla y que tiene un pésimo sentido de la orientación
(pues a pesar de los mapas, siempre acude al lugar equivocado) y en un bar “feo
y aburrido” (se dice literalmente en la obra) en el que no llega a ocurrir
nada. No hay tensión, no hay ocasión para la reflexión profunda y argumentada;
solo hay disparos de fogueo al aire, ocurrencias aisladas y un ritmo tedioso
que nos hace soñar desde la butaca que, nosotros sí, podríamos estar en otro
lugar más acertado.
Fruto de esta aséptica
linealidad es la intervención de los actores, con un tono monocorde que se
mantiene durante todo el texto, sin el menor latido. Javier Gutiérrez y Luis
Bermejo son dos ases que merecían mejor encargo. Marta Gómez se desempeña
previsiblemente en su mutismo constante, sin mucho que esperar al respecto.
Alba Planas encarna con corrección su papel de adolescente entrometida, a pesar
de que nos saca de la obra (de lo poco que hay de ella) cada vez que abre la
boca.
Hay que decir que es bueno
el montaje escénico de Elisa Sanz, con el bar y el domicilio doméstico en
primer plano, y un piso superior con un panel esmerilado que funciona como
calle, como atalaya de vigilancia, como lugar donde ocurre alguna cosa
esporádica (por ejemplo, el intercambio de los mapas). La música de Jaume
Manresa subraya bien los momentos más intensos de la obra.
En suma, no sabemos muy bien
si quizá los yugoslavos éramos nosotros. Por eso salimos de la obra desnortados
y sin saber a dónde ir. Habrá que esperar al año próximo, con su consiguiente nueva
entrega, a ver si para entonces se desvelan los misterios.