UNA METÁFORA DE CORCHO

 


Se abre la nueva temporada teatral del Palacio de Festivales con una obra de procedencia vasca en el escenario de la Sala Pereda: El dilema del corcho, de Patxo Tellería, interpretada por él mismo y por el archiconocido y apreciado Ramón Barea.

Admito que el título de la obra –que no parece muy afortunado, estilísticamente hablando– suscitó mi curiosidad. Tras salir de la representación, este título –que encubre una metáfora bastante rocambolesca– parece aún más insustancial. El asunto tiene un tratamiento inicial de comedia que poco a poco va derivando en una suerte de thriller absolutamente alocado y trivial que, por otra parte, pretende sin conseguirlo lanzar al espectador una ¿reflexión? bastante maltrecha en lo que a solidez y argumentación toca. Nos encontramos ante un profesor de filosofía política que se encuentra preparando una intervención televisiva para aceptar públicamente que va a someterse a un tratamiento contra el cáncer que padece, y ello con un equipo de radioterapia financiado por un gran empresario al que ha criticado acremente en el pasado por maquillar sus supuestos fraudes fiscales con este tipo de donaciones populistas –quién no recuerda el enconado debate que provocó la aportación de un equipo de estas características a un hospital gallego por nuestro empresario estrella, Amancio Ortega–. El caso es que, estando en estas, se le aparece al docente un esperpéntico personaje, tartamudo no sabemos por qué, que dice ser un remoto alumno y que le plantea muchos enigmas que en el aire quedan balbuciendo, para acabar derivando en un antiguo compañero de activismo político –ya me extrañaba a mí que en una obra de estas características no saliera ETA a relucir– recién salido de la cárcel, y que hasta le saca una pistola, deseando vengarse por haber pagado por los crímenes cometidos ‘in illo tempore’ por el profesor impune –de ahí lo del corcho, que siempre flota–. Ay. En mitad de este extraño revuelto de champiñón –qué tendrá que ver la cuestionable donación actual de un empresario gallego con las penosas y pretéritas tropelías etarras– se producen llamadas de una antigua aplicación informática que ya no funciona y que enredan aún más las cosas. Al fin, el activista excarcelado logra con amenazas que el profesor haga un ejercicio de honestidad intelectual y renuncie en público al tratamiento, en una supuesta conexión televisiva que al final es también otra ficción urdida por este extraño personaje que, en un último y fatigoso giro, tampoco es el activista. ¿Quién será? Pues ustedes imaginarán: ya no queda en escena ni el apuntador, o sea que la deducción es obvia.

Este tipo de obras intrigantes que juegan a plantear un personaje que es un trasunto del personaje principal, o una encarnación de su conciencia, no son nuevas. Me viene a la memoria aquella viejuna Llama un inspector, de Priestley, en la que un policía ejerce el papel que aquí desempeña el activista desenfrenado; pero hay muchas, como cualquiera de ustedes sabrá. Posiblemente, la obra de Tellería hubiera sido mucho más interesante si hubiera ahondado en el planteamiento de origen: el dilema no de un “corcho”, sino de una persona que tiene unas convicciones a las que traiciona su sentimiento; o sea, el sobado adagio de Pascal. Entendemos que se quiere proponer algo entretenido y con ritmo, pero esa intención se frustra con tanta artificiosidad y tanto golpe de efecto, tan innecesario como cansino e inverosímil.

La obra tal vez podría sostenerse por las interpretaciones de sus dos protagonistas, aunque no son ni mucho menos excelentes. Barea es un actor de gran presencia que, no obstante, aquí tiene unos diálogos evasivos y reiterativos –media función está diciendo “no tengo tiempo”, y la otra mitad “vuelva usted”–. Es evidente que el plato fuerte se lo ha reservado para sí Patxo Tellería, quien se embarca en una frenética carrera de sinsentidos que lo despojan de autoridad actoral. Mireia Gabilondo dirige a los actores con criterio en un espacio escénico bastante arquitectónico de Fernando Bernués, aunque los subrayados de las luces se despliegan sin ton ni son.

Por fortuna, los espectadores también somos de corcho y siempre logramos emerger, por dura que sea la tormenta.