Un año más, el Festival
Internacional de Santander está con nosotros en este cálido agosto, si bien en
esta nueva andadura –la número 74, en cifra que adelanta próximas fechas de
celebración– hemos asistido a una inauguración un tanto singular, en esencia
por la naturaleza del espectáculo de inicio. Si hemos presenciado óperas,
grandes orquestas, nombres gloriosos… en esta circunstancia y en ediciones
anteriores, este año se ha iniciado la fiesta con danza y, además, con una
apuesta de futuro. Decimos esto tras salir del espectáculo interpretado por el
Ballet Junior de la Ópera de París, que ha recalado en Santander en su gira de
presentación en España. El Ballet Junior, dirigido por el bien conocido artista
y coreógrafo José Carlos Martínez –actualmente director del Ballet de la Ópera de
París tras haber sido primer bailarín del mismo, de quien además recordamos su
coreografía para el Concierto de Año Nuevo de Viena en 2020–, constituye una
suerte de cantera de jóvenes bailarines para el ballet de la ópera parisina,
una carta de presentación previa a su posible incorporación a dicha compañía.
Este carácter del Ballet
Junior, precisamente, es el que define esa apuesta especial del Festival que
mencionábamos al comienzo de esta crónica: una apuesta por bailarines a los que
tal vez quepa recordar dentro de no muchos años, y que al mismo tiempo es
particular en el FIS por cuanto no es este quizá el espectáculo que esperábamos
en una inauguración. La propuesta, pues, era arriesgada, pero cabe decir que se
resolvió con éxito y con una excelente aceptación por parte del público del Festival
que llenó totalmente la Sala Argenta.
Dadas las mencionadas
características de la compañía, el programa presentado resultó bastante
acertado en su variedad y distancia cronológica: una transición por diferentes
estilos de danza de algunos enormes maestros que se apreció en las coreografías
de Balanchine (‘Allegro Brillante’ de Chaikovski), Béjart (Cantata 51,
‘Jauchzet Gott in allen Landen’, de Bach), López Ochoa (‘Réquiem for a Rose’,
inspirado en el quinteto para cuerdas en Do Mayor, D. 956, de Schubert) y la
sucesión de guiños que, a modo de ramillete, supo orquestar José Martínez sobre
música de Donizetti en ‘Mi favorita’. Debe mencionarse, por lo demás, el esmero
desplegado en la selección del diverso y atinado vestuario de las diferentes
piezas: risueño y brillante en Balanchine (Barbara Karinska), austero y
elegante en Béjart (Joëlle Roustan y Roger Bernard), simbólico y exquisito en
López Ochoa (Tatyana van Walsum) y castizamente encantador en Martínez (Agnès
Letestu).
La noche se inició con la
referida pieza luminosa y alegre de Balanchine, aunque no sin algunos tropiezos
y descoordinaciones. Los bailarines estaban aún fríos y se notó. El
romanticismo clásico decimonónico tiene unas reglas de precisión que quizá hoy
nos interesen menos que otras manifestaciones danzísticas, pero lo cierto es
que cuando se aborda este repertorio hay que hacerlo con la máxima
concentración, y esta cualidad no abundó en el escenario, dando más una
sensación de clase de ballet que de espectáculo vivo.
La situación viró a mejor
con la segunda coreografía de la noche. La cantata de Bach en sí misma tiene un
enorme poder de atracción, y las especificaciones de Béjart llevan a los
bailarines a un estado de introspección agudísimo que se masca literalmente en
escena. Lamentablemente, solo pudimos asistir a la mitad de la coreografía, en
su parte para dos bailarines, pues la otra mitad (para cuerpo de ocho) tuvo que
suspenderse por la importante lesión que sufrió tras el telón uno de los
bailarines. En todo caso, este breve aperitivo nos dispensó un momento de
recogimiento realmente bello e impactante, con una bailarina que en su quietud
transmitió la pureza del éxtasis.
Tras el descanso, sobrevino
la pieza seguramente más hermosa del programa. La coreografía de Anabelle López
Ochoa, que sabe navegar muy bien entre la música electrónica y la preciosa
partitura de Schubert, nos mostró una creación con una poderosa narrativa
recorrida por el sentimiento, la vitalidad y la naturaleza. La bailarina que
introduce la pieza es visualmente apabullante con su melena rubia inmensa, su maillot
nude y su rosa roja en la boca, como una Venus de corazón ardiente. La
composición de movimientos del ajardinado cuerpo de baile funcionó aquí como un
mecanismo de relojería de indescriptible belleza. La iluminación tuvo un
destacado papel, subrayando las líneas de la historia. ‘Requiem for a Rose’
arrancó aplausos entusiastas del público, y con sobrada razón.
La noche se cerró con una de
esas piezas traídas para gustar, por su marcado carácter de conexión con el
público: una sucesión de números en diferentes composiciones (solistas, a dos,
a tres, cuerpo completo) con exhibición de técnica y gracejo. Los bailarines
miran hacia el patio de butacas y hacen guiños y gestos para tender un puente
de complicidad; y lo consiguen. Su cercanía y despliegue virtuosístico fueron
celebrados por los asistentes con sonrisas y aplausos. Fue un cálido cierre
para una noche que supo evolucionar sin titubeos desde la sombra del tropiezo al
aura de luz de la promesa.