Qué conmovedor concierto el avalado
por el Diario Montañés en esta 74 edición del Festival Internacional de
Santander. La apuesta decidida por la Orquesta Francesa de Jóvenes, dirigida
por la maestra estonia Kristiina Poska (agrada ver mujeres en el podio de
dirección), y acompañada por el piano solista del gran Alexandre Tharaud, ha
sido un extraordinario acierto de la programación y, por añadidura, de este
periódico como patrocinador. La propuesta musical, además, era muy atractiva, a
la par que un reto para la joven orquesta: la obertura de El carnaval romano de Berlioz, el Concierto para piano y orquesta núm. 2, en Fa Mayor, op. 102 de Shostakóvich y la suite Scheherezade de Rimski-Kórsakov.
No sabíamos al comienzo del
concierto que la interpretación de la festiva música concebida por Berlioz en
1844 resultaba ser una premonición sobre lo que sobrevendría al final de la
noche, como luego comentaremos. Esta elegante composición del maestro francés, inaugurada
con una brillante cuasi-tarantela que en la ópera Benvenuto Cellini tenía
lugar en la Plaza Colonna, fue abordada con mucha soltura por la orquesta,
dirigida de forma excelente por Kristiina Poska. Bajo su decidida batuta, la
OFJ supo desplazarse hacia el registro más delicado de la obra, con el corno
inglés como protagonista, para regresar a la vivacidad de un saltarello con
torbellino de vientos y cerrar con una brillante coda.
Tras esta breve pero resultona
presentación sobrevino el plato más aguardado: el precioso concierto para piano
de Shostakóvich (1957), programado en homenaje al 50 aniversario de su
fallecimiento, y escogido también ad hoc (pensamos por nuestra cuenta) por
estar dedicado al decimonoveno cumpleaños de su hijo, cuando éste iba a
graduarse en el Conservatorio de Moscú: una evidente inspiración referencial para los
músicos de la OFJ. Si el primer movimiento exhibe el aura irónica que caracteriza
al compositor de San Petersburgo, con un sabor infantilizado y (anti)militarizado
a la vez, el segundo movimiento andante es un verdadero regalo sorpresa de
inesperada ternura, que enlaza sin pausa con el tercer movimiento allegro. Alexandre
Tharaud estuvo muy bien acompañado por la joven orquesta, que le concedió total
protagonismo, sin cubrirlo en ningún momento, bajo la efectiva y minuciosa dirección
de Poska. Si el pianista parisino se entusiasmó hasta el límite con el vertiginoso
allegro inicial, lo cierto es que emocionó a la Sala Argenta con el delicioso
andante, del que brindó una versión muy expresiva, bien articulada y con
agilidad suficiente para no caer en la edulcoración. Tharaud tuvo un gesto muy elegante con los jóvenes, saludando discretamente para sí y enfatizando, en cambio,
sus señales de aplauso hacia la orquesta. Requerido por el público, interpretó como
propina la misteriosa Gnosienne núm. 1 de Satie, compositor en el que Tharaud
está más que versado.
La segunda parte del
concierto estuvo copada por la suite Scheherezade de Rimski-Kórsakov, de subrayado
gusto orientalizante, en la que contienden dos mundos bien dispares: el masculino
del poder (el Sultán, con metales bajos y maderas, con apoyo de las cuerdas) y
el femenino de la seducción (Scheherezade, preeminente en el precioso tema
recurrente del violín solista, que acuna y finalmente amansa y vence a la
barbarie). Kristiina Poska derrochó con Scheherezade su enorme capacidad de
dirección: indesmayable, atenta a todas las secciones con gestos certeros y
ajustados, modulando y coloreando con unas dinámicas acertadísimas sin
escapársele el detalle. Los celebérrimos pasajes de violín que articulan
sensualmente la suite nos mostraron a un solista de gran nivel, con un bonito fraseo; fue muy
aplaudido, con razón. La OFJ ofreció una lección de orquesta
entusiasta, concertada y sólida, y las ovaciones del público brotaron con justa
espontaneidad. Kristiina Poska dio también ejemplo de generosidad cediendo todo
el protagonismo a los jóvenes músicos, demostrando con ello la enorme valía del
proyecto y su feraz compromiso.
La maestra estonia nos anunció
las dos sentidas propinas con que había de cerrarse la noche, ambas de Ravel: “Le
jardin féerique” de Ma mère l’Oye y la “Feria” de la Rapsodia Española, con
sus castañuelas incluidas.
Cuando la directora se
retiró de escena nos aguardaba una fantástica juerga: los jóvenes de la
orquesta comenzaron a interpretar a tutti músicas de talante nocturno y festivo, con
el público en pie y dando palmas. Resultó un gesto entrañable por su
significado: la catarsis tras la tensión de toda una noche de esfuerzo (el
concierto duró más de dos horas), la explosión contenida del talento y la expresión de la amistad
compartida en la música. Una jornada especialmente fresca y emotiva, que rejuveneció
al Festival Internacional en vísperas de su veterano cumpleaños.