Decía Cicerón que cuando
algo comienza de manera poco noble es difícil que mude tal carácter. Por esta
parte, y sin pretender ser cicerones, tenemos claro que cuando un tren se
empeña en descarrilar, no hay modo humano de detenerlo, hasta que finalmente sobreviene
la catástrofe. Apuntamos esto no sin pesar, tras las expectativas depositadas
en el concierto de Sonya Yoncheva y la Orquesta de la Ópera Real de Versalles
en el Festival Internacional de Santander; expectativas que no solo no se
vieron colmadas, sino incluso bastante defraudadas.
El concierto se inició con
la obertura de Serse, interpretada de modo estrictamente correcto y no
especialmente solemne, para abrir paso a la “reina de la noche”, en este caso
vestida de blanco: Yoncheva surgió cual novia, como dispuesta a casarse con
Handel a través de un nutrido repaso de algunas de las arias archiconocidas de
las óperas más célebres del Caro Sajón. Así fue como comenzó una serie de
interpretaciones que de forma inmediata nos situaron sobre la pista de lo que
iba a ser la noche: no precisamente un concierto barroco, sino un recital
ejecutado por una “buena voz”, con sus matices y sus comillas, y de la que
luego hablaremos con más detalle. Se puede cantar, y se puede cantar barroco:
Yoncheva se quedó en el primer paso. Tras esta primera elección, sobreviene
otra: ¿hacemos un concierto o hacemos un espectáculo? Me viene a la cabeza
aquello que decía Guy Debord: “el espectáculo es el mal sueño de la sociedad
moderna encadenada, que no expresa en última instancia más que su deseo de
dormir”. Rastrear el arte verdadero es trabajoso, es más sencillo ceder a la
siesta de la banalidad. Así pues, podemos elegir entre escuchar un aria barroca
exquisitamente interpretada, o bien ver a una diva orondamente consciente de sí,
paseando entre el patio de butacas, arrojando los zapatos en el escenario,
arrimándose al violinista y animando al auditorio a implicarse en la cuestión. Es
una elección posible, y nada diremos contra quienes disfruten de ella, pues
están en su perfecto derecho. Pero que no nos digan que aquello fue lo que no
fue.
¿Y qué no fue? Para empezar,
resulta cuando menos dudoso calificar a Sonya Yoncheva de soprano. Sus agudos se
emiten con una molesta veladura y cierta destemplanza, y el registro bajo suena
con una extraña opacidad, en la que además no se distingue vocalización alguna.
La cantante sí tiene un buen registro central que proyecta con seguridad, de
modo que se mueve mejor en las arias para mezzo. En todo caso, el canto resulta
superficial, poco transparente, carente de colores y de verdadera emoción –tan
sustancial en el barroco–, algo que intenta camuflar con las dinámicas. Tampoco
ornamenta y, en cambio, exhibe un vibrato excesivo que perjudica la limpieza y asimismo
la expresión los afectos. Es una voz más próxima a las exigencias belcantistas,
y que sin duda puede rendir bastante bien en representaciones operísticas en
vivo de ese periodo. Pero en el canto barroco Yoncheva está totalmente fuera de
estilo. No escuchamos ayer a hechiceras heridas ni a amantes despechadas ni a
mártires que invocan a la muerte. Todas las arias sonaron igual, qué lástima, y
bien que había material para lucirse.
Capítulo aparte fueron las
intervenciones del grupo instrumental versallesco. Su director y violinista, Stefan
Plewniak, apareció estrafalariamente ataviado con una capa y unas botas de las
que el suelo escénico del Palacio de Festivales guardará recuerdo durante una
buena temporada, pues fueron muchas las patadas infligidas. Tal vez con ese
molesto bajo continuo zapateril se intentaba suplir la ausencia del clave, que
estar, estaba, pero no sonaba. Si ya desde el principio supimos que el tempo desmesurado iba a ser la tónica dominante, no sospechábamos lo que iba a
ocurrir con el bellísimo Concerto Grosso núm. 4 de Arcangelo Corelli, quien
probablemente está aún convulsionando en su sepulcro en el Panteón de Roma. Los
dos violines principales de la agrupación derraparon en la pista de carreras, compitiendo
por ver quién tocaba más rápido, más descoordinadamente y con más
desafinaciones. El público aplaudía entre movimientos, no sabemos por qué,
mientras la partitura se desangraba y lo mismo nuestro corazón.
Hacia el final del
concierto, el ambiente estaba ya muy recalentado, con Yoncheva agitándose el
vestido, sus mules de strass por el suelo y Plewniak con ganas de más madera.
Éste acometió como propina una versión instrumental del “Venti, turbini, prestate”
del Rinaldo handeliano, a modo de diálogo entre violín desaforado y fagot desalentado.
Yoncheva regaló un anodino “Lamento de Dido” de Purcell y una versión para
palmas desde el patio de butacas del “Air des sauvages” de Les Indes Galantes de Rameau. Tras mucha ovación y el chimpún, para casa.