Este miércoles se ha sentido
en la Sala Argenta del Festival Internacional mucha expectación con el programado espectáculo de
la Compagnie Käfig, que acudía a Santander en conjunto con el ensemble Le
Concert de la Loge para ofrecer en música y danza su peculiar versión de Las
Cuatro Estaciones vivaldianas (y de algunos otros conciertos intercalados del
Prete Rosso, todo hay que decirlo). Y había mucha expectación porque ya estuvo
en el Festival en el año pasado Mourad Merzouki con los suyos, y nos había dejado
sin aliento y admirados por la espectacular belleza de su propuesta Folía.
Käfig tiene la buena
costumbre de actuar con música en directo sobre escena, para evitarnos el dolor
que supone ver a artistas de primer orden bailando con música de lata. Ya lo
demostró con Le Concert de l’Hostel Dieu en el mencionado espectáculo Folía,
y este año se ha aliado con los franceses capitaneados por el violinista Julien
Chauvin, adictos al repertorio barroco con instrumentos originales (aunque en
su desempeño han abordado también músicas más contemporáneas). La loca
modernidad del barroco parece, pues, que seduce al coreógrafo lionés, quien
parece rastrear la ebullición, la energía, que brota de sus partituras.
‘Las cuatro estaciones
bailadas’ en su presentación no engaña, en el sentido de que su título nos
permite atisbar que no es un espectáculo puro de danza, sino una alternancia
entre música y baile. Sin embargo, hemos de decir que el concepto no funciona
por completo, desde el momento en que la orquesta tiene bastantes momentos de
“acompañamiento” de las escenas de baile, con lo que la precisión de la música
se resiente; por otra parte, el deseo de disfrutar de los maravillosos
bailarines de Käfig se frustra en los largos pasajes en que no intervienen. Un
concepto similar lo hemos podido apreciar con el fantástico montaje de ‘Las
indias galantes’ de Rameau que ha podido verse en el Teatro Real recientemente,
con intervención en pasajes esenciales de los bailarines urbanos de CIE RUALITÉ
(con coreografía de Bintou Dembélé); lo que ocurre es que en Rameau hay una
orquesta nutrida en el foso, y además cantantes, y las páginas no bailadas no dejan
un vacío tan marcado en el espectador.
En todo caso, la propuesta
de Le concert de la Loge y de Companie Käfig se sustenta fuertemente en el
diálogo. Son numerosos los momentos en que los bailarines se acercan y
“encaran” con Chauvin y este les responde con solos de violín virtuosos y comprometidos.
También pudimos ver un mecanismo con ruedas con el que los hip-hoperos
desplazaban traviesamente al chelo Jérôme Huille, o un instante en que los
bailarines sustrajeron las partituras a los músicos, que siguieron tocando sin
pestañear. También simularon los siete danzarines ser público que comentaba en
grupo con gestos teatrales y simpáticos las músicas acometidas.
Tras la virtuosa presentación
en escena de los siete bailarines, emergiendo de la oscuridad, con la fogosa partitura
vivaldiana de la sinfonía de L’Olimpiade, la coreografía continúa en tono efervescente,
sobre todo en los pasajes más ‘presto’ de la música. De la calidad de los
bailarines no hay nada que añadir: nos regalaron asombrosas acrobacias y, a la
vez, elegantes composiciones. Los músicos tuvieron una buena presencia en
escena, con atuendos livianos y descalzos. Sonaron compactos, alegres y
entregados, con aceleradas dinámicas. Julien Chauvin protagonizó pasajes a solo
muy bellos, que acometió con gusto en el fraseo y en las ornamentaciones,
aunque el calor del escenario (las luces inclementes y la presencia de tantos
intérpretes) le jugó más de una mala pasada, y tuvo varias desafinaciones en su
sensible instrumento de cuerdas de tripa.
Todos sin excepción fueron
muy aplaudidos, aunque sin duda el mayor afecto de la noche se lo llevaron los barrockeros
de Käfig, que salieron a saludar reiteradamente, obsequiando al público con amplias
sonrisas y nuevas cabriolas imposibles.