Es bien sabido que la sed de
ópera en Santander es enorme, y que son muchos los cántabros que
viajan/viajamos (esencialmente, aunque no sólo) a Bilbao, Oviedo o Madrid en
busca de representaciones con que obtener el debido placer. Para quienes no
viajan porque no quieren o no pueden, lo mismo da, tener noticia de una
representación lírica en nuestra ciudad resulta una excelente nueva. El
desencanto sobreviene cuando la realización del sueño deviene pesadilla y, en
consecuencia, pésimo despertar.
Esto es lo que
lamentablemente ha ocurrido en este fin de semana, en que hemos tenido ocasión
de asistir a los Diálogos de carmelitas de Francis Poulenc, en un montaje
resultado de una coproducción abanderada por los teatros Villamarta de Jerez y
Cervantes de Málaga, y (re)presentado en la Sala Argenta del Palacio de
Festivales, tras su correspondiente rodaje por los escenarios de origen. Ya
cuando conocimos la elección de la obra con la que supuestamente nos íbamos a
sacar la espina de la ópera en este 2025, pensamos que no era este el título más
acertado. Con total seguridad existen otras propuestas más o menos asequibles
al alcance de la programación cántabra, sin necesidad de caer en un título tan
pacato y desfasado que, por otra parte, tampoco se ha visto acompañado por una
realización excelsa que nos compense de las casi tres horas de tedio
estoicamente soportadas.
Y conste que en este
comentario no subyace una cuestión de ideologías o de temporalidad. La obra no
gusta hoy porque no puede gustar: está demasiado alejada de nuestras
inquietudes actuales, de nuestras expectativas, de nuestro sentido estético
contemporáneo. Y no se trata de que nos hable de la Revolución Francesa o de un
exaltado sentimiento religioso: hoy vemos, por ejemplo, una Juana de Arco
(estoy pensando en Honneger ahora) y se nos pone el vello de punta,
precisamente por una cuestión de lenguaje. Por lo demás, la partitura, salvo
momentos aislados, tampoco ayuda demasiado, y el libreto de Poulenc y Lavery
tiene pasajes que rozan el ridículo. La construcción del personaje central que
realiza Poulenc (la traída y llevada Blanche de la Force) emite un vago tufo a
misoginia, con un carácter llorón, absolutamente endeble e inconexo, y que no
genera empatía alguna.
Con estos torpes mimbres
realizó Robert Carsen en el Teatro Real hace ya unos años un hermoso montaje,
que subrayaba los elementos simbólicos de la obra, precisamente porque era
consciente de que ceñirse al pie de la letra era un desatino. Desatino en el
que, más allá de exorbitados presupuestos de otros coliseos más boyantes, se ha
caído en el presente montaje de Francisco López, por un deseo de hacer política
de bar en un auditorio. No era el momento, señor López. Las proyecciones
(tantas veces inoportunas en tantos montajes escénicos) nos asedian en esta
ópera con imágenes por completo descontextualizadas de Stalin, Hitler o
Mussolini, de ciudadanos enmascarillados en la época de la gripe española, de
hombres y mujeres en campos de exterminio. Tampoco faltan destellos
cinematográficos de la cinta sesentera de Agostini y Bruckberger, con guion de
Bernanos. Todo ello configura un pastiche extravagante sumamente distractivo
que, con independencia del interés que (no) nos suscita la ópera, logra
sacarnos totalmente de ella. Lo mismo ocurre con la proyección en el fondo de
la escena de palabras obvias (miedo, muerte…) o de retazos del texto, que no
entendemos por qué aparecen allí.
La escena se configura como
un recinto cerrado, gris y claustrofóbico, absolutamente estático. Allí rezan
las monjas (demasiado a menudo, por cierto), allí se van muriendo por sí
mismas, allí las ejecutan. No hay un solo juego interesante de luz, no se
incluye ningún atrezzo de apoyo a excepción de una cama; se mencionan
altares y confesionarios y reclinatorios, y no vemos ni un triste esquema de
tales elementos.
Desde un punto de vista
musical, debemos subrayar los decibelios de la orquesta y de las voces. Todo
sonó demasiado estruendoso en una obra que se supone afecta al misterio y el
recogimiento. A pesar de ello, la Orquesta Oviedo Filarmonía, dirigida por
Pedro Halffter, salvó los muebles a excepción de los mencionados excesos
dinámicos; hubo sutileza especial en algunos dúos y se resolvió con acierto la
parte más “morbosa” de la obra (la ejecución de las monjas), situando en
lateral la percusión. En cuanto a los cantantes, se imponen unas urgentes
clases de francés en algunos de ellos. Las voces, por otra parte, pecaron de
estridencia en los casos de Eglé Wyss (María de la Encarnación) y Mar Morán
(Constance), aunque también tuvo momentos destemplados Maite Alberola
(Blanche). El cántabro Alejandro del Cerro (el caballero de la Force) cantó
también con volumen pero escasa finura. Ana Ibarra (la priora que fallece entre
blasfemias) fue sin duda la voz más sabia y dramática de la noche. Estuvieron simplemente
correctos el Coro Lírico de Cantabria y el Coro Joven de Santander.
Por último, sería deseable
que en próximas citas los sobretítulos fluyeran al compás de la obra. Fueron
numerosas las ocasiones en que la pantalla se quedaba en negro y de repente, de
forma atropellada, se sucedían los textos atrasados sin poder leerse. Sabemos
que somos inexpertos en programación de lirica, pero tampoco es necesario
demostrarlo de forma tan evidente.