AL FIN ÓPERA... CASI

 


El pasado fin de semana tuvimos ocasión de asistir en el Palacio de Festivales de Santander a la interpretación de un bello título vivaldiano: Arsilda, regina di Ponto, que constituyó la tercera ópera salida de la pluma del genio pelirrojo, concebida con ocasión de los carnavales venecianos del año 1716 y estrenada entonces con gran éxito. La jornada estuvo a cargo de excelentes y bien conocidos nombres de la interpretación historicista: La Cetra Barockorchester Basel, dirigida por el clavecinista Andrea Marcon.

Los músicos de La Cetra no necesitan acreditar su cualificación, que pudimos reafirmar una vez más en esta su interpretación de Arsilda. El minucioso Andrea Marcon supo conducir esta virtud de la agrupación de cámara por el mejor camino, enfatizando la caricia de unas cuerdas tersas y armoniosas que nos ofrecieron preciosos fraseos, subrayando el brillo de oboes y trompas (qué afinadas sonaron, deliciosas incluso en sus intervenciones a solo, vibrantes en las escenas de caza), permitiendo el lucimiento de tiorbas y clave (cómo se nota que Marcon es clavecinista además de director) en un rico bajo continuo que aportó un delicado color en los recitativos. No faltaron oportunas y exquisitas referencias sonoras a la naturaleza, expresadas bajo la forma de brisas caprichosas, aves, mariposas o ciervos.

Las voces estuvieron en general a buena altura. La contralto Benedetta Mazzucato en el rol principal de Arsilda nos sonó más bien a mezzo, pero hizo gala de un instrumento dulce y de una adecuada expresividad (tan gráfica en “Son come farfalletta”). Beth Taylor, mezzo de voz imponente, se hizo con el protagonismo de la noche desde su papel de Lisea, con un instrumento redondo, carnoso y cálido, y con una presencia escénica más que notable. El contratenor Nicolò Balducci como Barzane se ocupó de alguna de las arias más difíciles de la partitura, saliendo airoso del reto que imponía Marcon en su marcial énfasis de las endiabladas coloraturas (en especial en los ágiles trinos característicos de “Quel usignuolo che al caro nido”). Shira Patchornik, soprano al cargo del papel de Mirinda, deslumbró con una voz ágil y virtuosa, de amplio pero controlado caudal. Nos gustó mucho también la soprano española Jone Martínez en su papel de Nicandro, príncipe de Bitinia y amigo de Tamese, que en su aria “Ride il fior, canta l’augello” supo expandir con alígera claridad y bellas agilidades el sonido del viento y los pájaros.

Resultaba evidente que la mayoría de los intérpretes (lo mismo la orquesta que la mayoría de los cantantes) tenían la partitura en la yema de los dedos, de resultas de su recentísima grabación de esta ópera para la ya extensa Edición Vivaldi del sello Naïve.

Hay que decir que fue todo un acierto por parte del anterior director artístico del Palacio la programación de este título, que no es precisamente fácil de escuchar, y con este altísimo nivel, en los auditorios patrios. No vamos a insistir en que la ópera es uno de los géneros más queridos por el público y también más demandados, a pesar de que tales demandas no suelen ser escuchadas. En este caso, es una lástima que, debido al muy ajustado presupuesto palaciego, se haya optado por una estricta versión en concierto. Entendemos que una discreta semiescenificación hubiera ayudado mucho al seguimiento del enrevesado y vodevilesco libreto de Domenico Lalli (totalmente concebido al gusto de su época) y también a embellecer una partitura concebida para la escena y con casi tres horas de duración. El recurso a la semiescenificación no encarece el programa y al menos ofrece un espejismo de verdadera representación. Por otra parte, no estaría de más que se reforzara la difusión de estos eventos excelentes con displays, banderolas y cartelas en farolas y marquesinas (de hecho, estas sencillas técnicas se aplican en verano para reforzar la programación del Festival Internacional), pues con seguridad se atraería a públicos que por motivos dispares no acceden a la información de prensa. A ver si la Consejería de Cultura de Cantabria se entera de una vez de que, más allá de viajecitos autocomplacientes, tener un auditorio y una programación digna y bien publicitada no supone un gasto o una carga, sino un deber, una necesidad y hasta un privilegio.