Es de agradecer que la nueva
programación del Palacio de Festivales mire hacia intérpretes sobradamente
reconocidos en el entorno artístico de que se trate (da igual danza, teatro,
música), y que hasta el momento no habían podido disfrutarse en Santander. Es
el caso de Luz Arcas y su compañía La Phármaco, que han recibido numerosos
reconocimientos y que desde hace quince años vienen proponiendo montajes de
danza contemporánea muy interesada en lo conceptual y en el reflejo y
cuestionamiento de ideologías dominantes.
En esta ocasión, sin
embargo, no ha llegado al Escenario Argenta una de las obras que puedan
considerarse más representativas dentro del quehacer de Arcas. La buena obra es en realidad el cierre de un “tríptico” (así quiere llamarlo la bailarina y
coreógrafa andaluza), Bekristen, que cuenta, como es lógico, con dos
antecedentes: La domesticación y Somos la guerra. Precisamente, la
exhibición del tríptico completo se ha llevado a cabo en Madrid, en su
programación del Festival de Otoño, hace justamente un año; y entendemos que
este tipo de obras deben abordarse enteras, o no abordarse, pues verlas
fragmentadas las deja desprovistas de su más íntimo sentido al romperse el hilo
conductor. Por causa de esta fragmentación, hay que añadir, La buena obra se
ha reformado para poder presentarla en solitario: su duración original de 35
minutos se ha extendido nada menos que a 55, y este aumento no ha sido para
bien.
Así pues, si el
planteamiento conjunto de Bekristen es interesante y completo, La buena
obra nos presenta un montaje desgajado e innecesariamente alargado, que llega
a hacerse reiterativo en su exploración de un concepto que ya nos queda claro
en los primeros veinte minutos, y que tan sólo requiere de otros quince más o
menos para plantear su conclusión. El trabajo de los seis participantes
cántabros seleccionados para el proyecto (cuyos nombres, por cierto, no figuran
en el programa de mano) es muy meritorio, pero se les somete a un desgaste
físico impropio, y a nosotros con ellos. Por no hablar de que la afanada insistencia
en el ejercicio puede llegar a dejar fuera de la vista pasajes luminosos, como
el simbólico baño de pies que se desarrolla en un momento concreto al fondo de
la escena, ahogado entre los gimnásticos y mecánicos movimientos del resto de
protagonistas de la obra, prisioneros de una suerte de extenuante “danzad,
danzad, malditos”.
Por lo demás, cabe decir que
es interesante la propuesta de paulatina (de)construcción del cuerpo como
desecho, desde la plenitud y el erotismo hasta el cansancio y la decrepitud,
aparte de oportuna e inquietante la música, y lo mismo los elementos escénicos
(bolsas de basura, goteros, confeti…). Lo bueno de la obra es que podemos
interpretarla a nuestro gusto, porque su armazón es abierto; lo malo es que se
encuentra desgajada de sus necesarios anticipos, y por tanto nuestras
conclusiones (hay varias posibles) resultan por fuerza sesgadas.