Es innegable que Ricardo III
es uno de los personajes más atractivos jamás concebido por William
Shakespeare, a pesar de su precocidad. Ricardo de Gloucester es manipulador,
sórdido y malvado, es aterrador en su ambición sin límites morales. Pero
también es un ser atormentado por su deformidad física (que le vale la
comparación con el jabalí que, a la vez, simboliza su estirpe) y es un hombre
que se sabe inmensamente solo, circunstancias ambas que lo convierten en un
personaje reflexivo. La resolución de su particular conflicto adquiere un
ribete clásico directamente derivado de la tragedia griega más humana: el
fatum acaba por imponerse por encima de las acciones, viles o encomiables, de
los hombres; la soberbia —la hybris— es implacablemente castigada; lo
grotesco y lo terrible se funden, provocándonos una mueca de sonrisa
horrorizada. Así pues, hay que ser muy valiente como actor para encarnar un
carácter tan alambicado, pues su interpretación debe inspirar miedo, asco y
asombro.
Suponemos que todas estas
cuestiones conducen al hecho de que Ricardo III sea una de las obras
shakespeareanas más representadas, y con muy diversos enfoques, desde los más
literales (como el inolvidable montaje de Sanchis Sinisterra con Juan Diego) a los
más heterodoxos (así, los de Kamikaze, Angélica Lidell o Joan Carreras). La
compañía Atalaya Teatro se ha sumado a esta estela de atracción, y ya en 2010
planteó su versión del Ricardo III, que hemos podido volver a ver este fin de
semana en el Palacio de Festivales de Santander, coincidiendo con la prolongada
celebración de los cuarenta años sobre los escenarios de esta agrupación
andaluza, fundada y dirigida por Ricardo Iniesta.
El sevillano se las ha visto
ya en varias ocasiones con las tablas del cisne de Avon (por Santander ha
estado también con su Rey Lear) y sabe, pues, de qué va el asunto. Iniesta
acomete una drástica reducción del texto original, como no puede ser de otra
manera, si bien este encogimiento puede crear momentos de pérdida en el
espectador no ducho en la trama de Shakespeare ni en la Historia de Inglaterra.
Detectamos exactamente el mismo tic en la mencionada Rey Lear, a la vez que
idénticos recursos escénicos: si allí unas mesas realizaban múltiples
funciones, en Ricardo III son una especie de largos triángulos isósceles colocados
en vertical los que hacen las funciones de trono, de reflejos, de tumbas, de
armas… Si en Lear el concepto coral era esencial, en Ricardo ocurre
exactamente lo mismo. El uso de la música (satíricas canciones de la reina
Margarita) o la danza (batalla de Bosworth), siempre en momentos clave, también
es un recurso compartido.
Sin embargo, si aquel rey
engañado con forma de mujer logró cautivarnos por su atrevimiento y su redondez
(qué grande Carmen Gallardo), no cabe decir lo mismo de las cuitas del deforme
monarca interpretado por Jerónimo Arenal, definido por una corrección
intachable… que no arriesga. Observamos a Ricardo y al resto de personajes de
una familia obviamente mal avenida, pero ninguno de ellos logra conmovernos, ni
tampoco el malévolo jabalí nos asusta. Todo está en su sitio, pero al tiempo
(quizá precisamente por ello) lo contemplamos con distancia: el necesario espanto
no logra calar en nosotros. Hay pocos intérpretes haciendo de muchos personajes
(aunque ello a priori no tendría que suponer un grave inconveniente). Ni
siquiera el descenso de Arenal al patio de butacas nos convence. El resultado
final es grato pero no definitivo. La reiteración del famoso “Mi reino por un
caballo” como colofón de la obra, que en realidad no lo es en el original,
carece de la fuerza que le hubiera aportado otro remate más fiel.
Atalaya es una compañía
magnífica que siempre nos hace disfrutar, pero en este ‘Ricardo III’ hay un no
sé qué que queda balbuciendo. A pesar de ello, brindamos con gozo por sus brillantes
cuarenta y un años, deseando abiertamente brindar por muchos más.