Enfrentarse a Chéjov tiene
su riesgo per se y también por la cantidad de dramaturgos que lo vienen
haciendo en el último siglo. El personaje de Vania, en particular, es
seguramente uno de los que más versiones teatrales y hasta cinematográficas ha
suscitado. En todo caso, ese quehacer en cierto modo subterráneo, de carga de
profundidad, que caracteriza al escritor ruso, es lo que continúa logrando que
Chéjov aún nos interese; no se trata de lo que cuenta en concreto, o de dónde
se sitúe la acción, sino que Chéjov nos habla de los profundos tormentos y
desencantos del ser humano, que lo acometen en cualquier tiempo y lugar.
En el proyecto Vania x
Vania de Pablo Remón, que ha llegado a la nueva programación del Palacio de
Festivales en este fin de semana, se nos proponen dos maneras distintas de
abordar el sentimiento desolado de Vania y quienes lo rodean: una primera,
absolutamente desnuda, sin ningún referente físico que nos conduzca a la
hacienda rusa original de 1900; y una segunda, en la que Remón se permite
fantasear con escenarios encontrados: la Rusia de finales del XIX y la Castilla
del XX, en un extraño contraste al que no acabamos de hallar su qué.
La versión más limpia del
clásico chejoviano nos ha venido presentada con un plantel de lujo: el gran
trío de ases de Javier Cámara (un gran Vania, abatido y meditabundo como
corresponde), Israel Elejalde (excelente Astrov, aun quizá demasiado exaltado
en ocasiones) y Marta Nieto (qué sólida y matizada Elena), se complementa con Manuela
Paso (Marina), Marina Salas (Sonia, ambas muy correctas) y Juan Codina (como
Serebriakov, quizá el más exacerbado del elenco). El planteamiento escénico, de
la mano de Monica Boromello, se resuelve con unas sillas de plástico que se
ocupan y desocupan alternativamente, y unos buenos efectos de luces a cargo de David
Picazo. Siguiendo una tendencia muy en alza, Remón se permite actualizar el
texto en algunos pasajes, con resultados desiguales. Si a Electra le sienta bien
el luto, a Vania no le cae bien el humor extemporáneo.
Lo que podríamos llamar la
“versión b” de nuestro clásico, la segunda vuelta a la tortilla chejoviana, supone
una mayor implicación de Remón en el texto, esto es, una mayor distancia
respecto del mismo, a veces simpática, muchas otras con menor fortuna. La
confrontación ruso-castellana no alberga, realmente, demasiado sentido, y
cuando termina el montaje nos preguntamos qué es eso –no precisamente gozoso–
que acabamos de presenciar. Puede aplaudirse la idea de intentar extraer más jugo,
si cabe, de ese clásico inmortal, pero lo cierto es que el resultado no nos
deja en las manos nada relevante; antes bien, resulta discutible y hasta
enojoso el tonillo trivial del asunto. El elenco actoral es obviamente el
mismo, y en líneas generales aplaudimos su buen hacer, aunque al tiempo se
lamenta su incursión en una pasión inútil. La disposición escénica desdoblada
es ingeniosa y favorece el curso de la extraña trama perpetrada por Remón, pero
deberíamos ser previamente advertidos de que va a usarse el nombre de Chéjov
muy en vano.
No obstante, el curioso experimento ha sido muy aplaudido y, por nuestra parte, agradecemos también que los clásicos se paseen por el Palacio, siquiera en inesperados modos.