Se ha abierto la profusa
temporada de otoño del Palacio de Festivales de Santander con Macho grita,
una obra de teatro que, todo hay que decirlo, no es primeriza en Cantabria,
pues ya pudo verse en Torrelavega el verano pasado, en pleno apogeo de la gira
por España de Alberto San Juan (su creador y director).
Macho grita escapa a
previsiones, expectativas o encasillamientos. Es teatro, pero teatro musical
(en realidad, se trata de un monólogo “performativo” acompañado por “La Banda”,
ensemble integrado por Claudio de Casas a las guitarras, Miguel Malla al saxo y
el piano, Gabriel Marijuán a la batería y percusión, y Pablo Navarro al
contrabajo). El título de la obra juega al despiste, ya que no versa sobre
temática “feminista”, como a primera vista pudiera creerse, sino sobre un
arquetipo cultural que, por otra parte, cobra fuerza como concepto muy hacia el
final de la representación: el del macho hispánico blanco, racista, acomodado y
heterosexual. Es teatro que podría calificarse como “serio”, de tesis, aunque
no desecha momentos de humor. En realidad, Macho grita es… Alberto San Juan,
con sus aciertos y sus (lógicas) sanjuanadas.
El texto pivota sobre una
idea esencial: la de que el sustrato multiétnico de España, origen de su
verdadera relevancia intelectual, se ha ido desbaratando por las estrategias xenófobas
de sus mandatarios, más obsesionados con preservarse de lo diferente y con
colonizar lo ajeno que de fomentar la riqueza cultural secularmente propia de
nuestro territorio. De esas decisiones derivan fenómenos ingratos como la conquista
de las Américas, las guerras civiles o la génesis del “macho” como personaje que
segrega de forma innata y que está cerrado a cualquier influencia exterior por
hallarse en posesión del estado perfecto. Esta tesis sobre nuestra peculiar
“españolidad” se sustenta en momentos históricos precisos (aunque dispersos en
el tiempo) y en citas de múltiples intelectuales bien conocidos: la expulsión
de los judíos y la vejación de los moriscos por los Reyes Católicos, el
descubrimiento de América, la importación de la Inquisición, la
“Disneylandiada” de la Expo de Sevilla de 1992, pasajes reveladores de María
Zambrano, Sánchez Ferlosio, María Galindo o Esther Pascua… Hay un momento
culminante en la obra, en que Alberto San Juan recita con entrega absoluta los
famosos versos teresianos “Y muero porque no muero…”, evidenciando su bien
conocido e inmenso talento actoral.
En mitad de asuntos tan
serios, San Juan se permite cantar, hacer posturas graciosas en escena, bromear
sobre la pizza de la merienda o dormitar fugazmente en una litera improvisada.
Con estos trucos se aligera el contenido de una obra para la que quizá no mucho
público se encuentra actualmente motivado (a juzgar por los comentarios que oía
a mi alrededor), si bien son sólo eso: trucos, o sanjuanadas.
El conjunto es heterogéneo,
no siempre bien hilado, disperso, confuso. Se adivina el objetivo, pero el
camino es farragoso. Es una lástima, porque el punto de partida es bueno, y el
acompañamiento de “La Banda” es en verdad excepcional. A esta sensación de
deshilachamiento se suma que, por razones desconocidas, la obra fue recortada
por Alberto San Juan en nuestro escenario en cerca de treinta minutos (que es mucho
recortar), con lo que las costuras del texto quedaron en entredicho. Tal vez
porque era obvio que se encontraba mal (actuó con micrófono y tosía con frecuencia)
y decidió cumplir con el público cántabro a duras penas.
Presenciamos, en suma, un
espectáculo herido con un enorme actor en horas poco felices, aun cuando su voz
y su dicción resultaron cautivadoras. Quienes lo admiramos, ya desde su lejano
Animalario, sabemos que puede darnos mucho más. Quedamos a la espera.