Con una rebosante Sala
Argenta llena de un público ya entregado antes de que comenzara la velada,
asistimos este lunes, dentro del marco del Festival Internacional de Santander,
al concierto ofrecido por la veterana Budapest Festival Orchestra, bajo la
batuta de Ivan Fischer. Como artista solista invitada se contaba con la “Janis
Joplin” moldava, la violinista Patricia Kopatchinskaja.
La de Budapest es una
excelente orquesta a la que ya está muy acostumbrado el público cántabro, y lo
mismo ocurre en sentido contrario, de modo que al maestro Fischer se le nota en
el escenario como si se hallara en su propia casa. Otra cosa es el resultado de
su desempeño, que resultó un tanto desigual en las diferentes partes de la
jornada.
El programa se iniciaba con
la Obertura sobre temas hebreos, de Prokófiev, pieza lírica y rítmica a
partes iguales, en la que la gran estrella es la melodía klezmer central, muy
subrayada en el arreglo orquestal (de 1924) de una pieza originalmente
concebida en 1919 para clarinete, piano y cuerdas, a partir de un puñado de
canciones populares hebreas. El maestro húngaro y la orquesta se encontraron a
gusto en esta obra que realmente no tiene grandes pretensiones, pero que
cumplió su misión de calentar la noche y permitir la exhibición del competente diálogo
entre clarinete y chelo.
Especial expectación
despertaba la ejecución del Concierto para violín y orquesta, núm. 2, de
Bartók, obra terriblemente exigente que no se desarrolló tan bien como se
esperaba. La partitura de Bartók es de una escritura y un concepto muy limpios
a pesar de su complejidad, y hay que decir que esa limpieza se vio emborronada
por una orquesta demasiado ensoberbecida y por una violinista más preocupada de
hacer cabriolas que de afinar o de transmitir la profundidad de la obra.
Sabemos que Kopatchinskaja es muy dada a realizar este tipo de puestas en
escena en sus conciertos, pero tal comportamiento perjudica mucho la
interpretación. Los gestos de poseída y los excesos gestuales de brazos y
piernas nos distrajeron de lo esencial, y no ocultaron un extrañísimo ataque en
la entrada (no sabemos muy bien qué fue lo que pasó) o la falta de penetración
en el espíritu bartokiano. El segundo movimiento careció de brillantez
expositiva, aparte de que Fischer la cubrió totalmente con la orquesta,
haciendo el violín inaudible. La intérprete remontó en el Allegro molto,
pero a esas alturas, como el poeta Ángel González, estábamos ya “Bartók de todo”.
A pesar de ello, la violinista descalza fue bastante aplaudida y se permitió
ofrecernos una singular propina, un arreglo para pizzicati de violín y
violonchelo del Presto en do menor, H 230 Wq 114/3, de C. P. E. Bach.
La Sinfonía núm. 7 en re menor, op. 70, de Antonin Dvořák, se ofreció al auditorio de la Sala Argenta como lenitivo tras el desfase de la primera parte. El elegante maestro Fischer compuso una lectura más húngara que checa, menos romántico-nacionalista que popularmente exaltada. Todo sonó bien concertado aun contagiado de cierta desbordada intensidad. Seguramente no es un Dvořák para recordar, pero hubo despliegue de color y exhibición de las más que notables capacidades de la orquesta. Tal vez el conjunto hubiera dado más de sí de no haberse visto continuamente interrumpido por aplausos intempestivos entre movimientos, que llegaron generar sonrisas indulgentes y vagamente irónicas del director, que detenía el curso de la obra para permitir la ignara invasión de las enfurecidas palmas. La noche se cerró, según reiterada costumbre del maestro húngaro, con una propina en forma de improvisado coro emergido de entre las violinistas de la orquesta, que interpretaron un sentido Dolor de los Dúos de Moravia, op. 38, de Dvořák.