Dentro del Festival Internacional de Santander de este año son varias las citas programadas en relación con la danza, y en este jueves ha tenido lugar la primera de ellas, a cargo de la Compañía Nacional de Danza y bajo la dirección saliente de Joaquín de Luz, quien traía a Santander la última función de su titularidad, ejercida desde el 2019. En particular, el espectáculo elegido para sustanciar esta suerte de “despedida” fue el clásico decimonónico La Sylphide, que convocó un lleno absoluto en la Sala Argenta del Palacio de Festivales.
Desconocemos el porqué de la elección por parte de Joaquín de Luz de semejante obra, que a estas alturas es más una pieza de museo que un espectáculo de atractivo real en 2024: no perdamos de vista que se trata de un ballet romántico realmente antiguo, casi primigenio, y muy breve, de poco más de una hora, y sumamente estático e introspectivo en la ejecución (conforme al canon nórdico de la época), por no hablar de la total carencia de interés de la partitura de Herman Severin Lovenskjold. Tal vez en ello exista un mensaje subyacente que se nos escapa.
Por lo demás, La Sylphide es una obra con un fuerte componente escénico, en que se subraya la ilustración dramatizada del argumento por encima de su traducción bailada. El primer acto es un declarado y tal vez prolongado homenaje a los bailes escoceses tradicionales, que enmarcan las ensoñaciones del protagonista, James, con la etérea Sylphide y los terrenales preparativos de boda entre James y Effie que finalmente se frustrarán; en tanto que la segunda parte se desarrolla en un bosque, sede natural de la malvada bruja Madge y sus secuaces, que infligirán al arrebatado muchacho un exorbitado escarmiento por no seguir los dictados morales que le imponen su verdadera naturaleza y condición.
Con La Sylphide, al igual que con otros muchos ballets presentados en el Palacio, sufrimos una agónica obertura contemplando el negro telón durante interminables minutos que acentuaron el desagrado de la habitual música enlatada. Hay que empezar a pensar que, si no hay orquesta física en el foso, es mejor no pensar en programar espectáculos de danza. En todo caso, no se entiende que, conociendo esta limitación de nuestro auditorio, y sin duda de otros, no se caliente el comienzo de la obra con algún sencillo elemento distractivo que aligere tal ausencia.
A continuación se sucedió el primer acto, anodino y fuertemente costumbrista y, como ya se ha dicho, más teatralizado que danzado, con excepción de su último pasaje, con intervención del cuerpo de baile tejiendo reiteradas filigranas. Más ballet hubo en la segunda parte, con mayor plasticidad y mayor limpieza en las figuras blancas, pues el primer acto resultó sobresaturado de colores y de espesos tejidos que distraían la atención de lo esencial. El segundo acto fue el momento de los dos grandes solistas, con espacio lógico para puntas y jeté (aunque echamos en falta tutú). Giada Rossi como Sylphide fue flexible y delicada en sus ‘arabesques’, y el James de Thomas Giugovaz tuvo momentos inspirados con correctos saltos académicos y elegantes batidas de piernas. Ambos protagonizaron bonitos pasos a dos, en especial el definitivo, con la gasa encantada que provoca el fin de la Sylphide. Al igual que Giugovaz, la Madge de la muy expresiva Irene Ureña dibujó un simpático y sugestivo papel.
La velada se cerró con la comparecencia en escena de Joaquín de Luz y la bailarina Arantxa Argüelles, además de otros miembros de la producción, que fueron aplaudidos por el público del Festival.