De extraordinaria puede
calificarse sin ningún genero de dudas la noche del sábado, dentro de la
programación del Festival Internacional de Santander, con la presencia de una
gran orquesta –la Sinfónica del Estado de São Paulo– y un gran programa,
dedicado a piezas de singular, extensa y magnífica calidad sonora: Uirapurú,
de Heitor Villa-Lobos; Amériques, de Edgard Varèsse; y la Sinfonía Alpina de Richard Strauss. Un programa este muy difícil de presenciar en los
auditorios españoles, y que tuvimos la enorme fortuna de poder disfrutar de la
mano de la OSESP (con sus 120 músicos) y de su actual director desde 2020, el maestro suizo Thierry
Fischer.
El fantástico poema
sinfónico de Villa-Lobos dio comienzo a la velada, desplegándose en una
increíble cascada de colores. Uirapurú recoge ciencia y fantasía en su
preciosa música, inspirada en la expedición al Brasil a mediados del XIX del
botánico inglés Richard Spruze y a la vez en la leyenda según la cual el pájaro
uirapurú asegura el logro del amor a las jóvenes casaderas. La obra se
caracteriza por una bellísima melodía (canto del uirapurú) que va deslizándose con
una exuberancia de pespuntes brasileiros que brillan por su riqueza tímbrica,
con notable importancia de una percusión de raigambre folclórica (xilófono, glockenspiel,
campanillas, coco, pandereta, platillos, bombo, tam-tam, reco-reco), aparte de la
importancia de otros instrumentos exquisitos como las arpas o la celesta.
Fischer y la OSESP
consiguieron con la impecable y magnética interpretación de esta entrada asegurarse
la atención para la obra siguiente, tal vez más difícil para el público: esas
Amériques de Varèsse que, aunque contemporáneas de la obra de Villa-Lobos
precedente, exploran un universo por completo divergente, entregándose a los
inicios de la música electrónica inserta en el medio sinfónico (John Cage
calificó a Varèsse como el inventor del ruido en la música del siglo XX). El
resultado es una pieza atormentada que recoge el impacto de la Guerra Mundial y
los ruidos de una nueva gran ciudad norteamericana (de ahí su título), que se
presentan de una manera homogénea, compacta, articulados por el referente
constante de la sirena que aúlla, al tiempo que en oleadas de bloques sonoros
la orquesta va creciendo en volumen y densidad desde la dulzura a la furia.
Fue impresionante la labor de Fischer orquestando tales oleadas y dando entrada
a las múltiples fuentes de sonido hasta llegar a ese apabullante magma final
que nos absorbe.
Después de una primera parte
tan intensa, en la segunda parte se ofreció la fantástica Sinfonía alpina de
Strauss, ese magnífico fresco de las bellezas naturales (las más apacibles y
las más desatadas) que surgen al paso de una expedición de escalada. A través
de veintidós estampas engarzadas, Strauss nos señala el paisaje, la gloriosa
cima (que en su culmen homenajea claramente al Valle de Obermann de Liszt), los
problemas de un descenso asediado por la ventisca y la tormenta, y el regreso
ya en la noche tras la jugosa jornada. Pese a la exigencia de la primera parte
de la noche, el director suizo y la OSESP dieron lo mejor de sí, ofreciéndonos
una lectura gloriosa de tal expedición, que pareciera realizada por nosotros
mismos.
La satisfacción del público
del Festival fue absoluta y los músicos fueron aplaudidos muy merecidamente. En
agradecimiento, y a pesar del ímprobo esfuerzo realizado, nos ofrecieron de propina una
danza popular brasileira de Villa-Lobos.
La noche se cerró tras dos horas y cuarto de concierto con una de las más espléndidas jornadas del FIS. Esto sí nos permite afirmar que nos hallamos ante un auténtico Festival Internacional.