EL RITUAL INTACHABLE DE LA SCALA


Desde aquella cita ominosa con la Filarmónica de la Scala de Milán que se canceló en mala hora en el Festival Internacional, hace ya diez años, pensábamos que estábamos atravesando una suerte de desierto y que la orquesta nunca iba a regresar por estos pagos. Pero he aquí que el castigo se nos ha levantado y de una excelente manera, con la presencia de la orquesta comandada nada menos que por su titular, Riccardo Chailly, con un programa de lo más atractivo: la Sinfonía 5 en mi menor, op. 64 de Chaikovski en la primera parte de la noche, y las suites 1 y 2 del ballet (o sinfonía coreográfica) Daphnis et Chloé de Maurice Ravel.

La noche del miércoles nos colocó en una suerte de regreso al pasado: al pasado del ritual concertístico, al esplendor de las grandes orquestas que nos hacen soñar con sus miembros perfectamente vestidos con frac (o traje de noche en el caso de las señoras), bajo la batuta de un director impecable, de esos que son llamados con razón “maestros” porque pertenecen a una raza que ya apenas existe. El sonido de la orquesta, su desempeño, corre venturosamente parejo al de su presentación escénica. Sabemos quién es Riccardo Chailly, obviamente, y lo hemos escuchado en diferentes ocasiones, pero verlo en directo siempre vuelve a ser todo un espectáculo: el maestro italiano es magnético, nos arrastra en su concepto de las partituras, no podemos apartar la vista de las dinámicas sugeridas por sus manos ni de sus gestos ni de su contenida pero intensa expresividad corporal.

La Quinta de Chaikovski, nacida en el periodo inmediatamente posterior al fracaso de su atormentado matrimonio con su alumna Antonia Milioukova, adquirió en la visión de Chailly una dimensión casi trágica y profunda. El primer movimiento nos adentra sin ambages en los sentimientos encontrados del compositor. Chailly subrayó las maderas iniciales, los fantásticos clarinetes, la seda de las cuerdas, para mostrarnos la ardua lucha interior del ruso. El bellísimo y característico segundo movimiento permitió el alto lucimiento de la trompa introductoria y también apreciar la esbeltez de las maderas. El amplio color de la orquesta milanesa desplegó toda su paleta, sin por ello renunciar a una honda emoción, que Chailly fue tensionando hasta dibujar su eclosión espiritual. El vals del tercer movimiento se regodea nuevamente con minuciosidad en el colorido de la orquesta para acabar desembocando en ese final donde predominaron los preclaros timbres orquestales, los detalles finísimos, la carnosidad envolvente de la cuerda y el genial acompañamiento instrumental de los metales.

La segunda parte de la velada exhibió inspiración dancística con la partitura no precisamente fácil –para los músicos ni para el público– de Ravel. El compositor concibió su obra como “un vasto fresco musical” presidido por la devoción a la Grecia Clásica transmitida por los pintores franceses de finales del siglo XVIII. Estamos ante una obra profundamente lírica pero rítmica a la vez. El maestro italiano supo extraer las radiantes evocaciones de la naturaleza (arpas, celesta, máquina de viento…) y pespuntear con sabia artesanía la caleidoscópica orquestación concebida por el músico francés.

Fue una noche en verdad memorable la que unos ofrecieron los de Milán, que fueron sonoramente aplaudidos. No hubo propina en esta ocasión por parte de la orquesta, pero ningún adorno superfluo es necesario en una jornada de plenitud.