EL GRAN BARROCO DEL MUNDO


Con el título de Folía (título de base esencialmente dancística) ha llegado a la Sala Argenta del Palacio de Festivales de Santander este espectáculo ya estrenado en 2018, en el contexto del Théâtre antique de Fourvière, a cargo de la Compagnie Käfig, fundada y dirigida por el francés de origen argelino Mourad Merzouki; un gran momento de compromiso con la danza, que cierra el interés del Festival Internacional en este año por una disciplina artística que concita invariablemente suma atención en el público.

La compañía Käfig no es nueva para el público de Santander, pues ya pudimos disfrutar de sus magníficas Cartes Blanches hace un par de años. Este espectáculo difería mucho del actual en su planteamiento, aunque no tanto en su lenguaje ni en su espíritu: si aquel proponía un puente intergeneracional que superaba los barrotes de la jaula (käfig) de las convenciones, Folía (locura) nos habla de la confrontación entre los diferentes elementos que generan caos y temores en el mundo —como la propia confrontación de la música barroca con la música electrónica en que se asienta la obra— para acabar hallando un lenguaje, plural pero universal al tiempo, en el que late la esperanza.

Junto a la compañía de bailarines compareció en escena el ensemble Le Concert de l’Hostel Dieu —dirigido por Franck-Emmanuel Comte, responsable también del proyecto musical—, y asimismo destacó junto a ellos —no solo cantando, sino incluso bailando— la soprano Anara Khassenova. La inclusión de la música en directo añadió un gran plus al espectáculo, conceptual y visualmente, aunque fue una lástima que la excesiva amplificación desdibujara la voz de la cantante y emborronara la interpretación instrumental de la preciosa selección de highlights barrocos: tarantelas napolitanas, Yo soy la locura de Bailly, las anónimas Folías de España, la Canción del frío de Purcell, el vivaldiano Cum dederit… Hay que subrayar la extraordinaria labor de Benjamin Lebreton en el diseño escénico: excelente idea colocar a los músicos tras un leve velo para atenuar su presencia sin excluirla, al igual que el telón de fondo de discreta galaxia —en sintonía con el tema “caótico” del espectáculo— iluminado con elegantes arañas; las estructuras cuasiesféricas que contenían a los músicos, en estampas que evocaban al Bosco; los focos como velas alineados delante de los bailarines en su gran saludo final, al modo de la iluminación con velas de las óperas barrocas…

La dirección artística y coreográfica de Merzouki es soberbia: mueve a sus bailarines —dieciséis artistas de primer nivel— con innata sabiduría en la original organización de dúos y tríos, y por supuesto en las frecuentes coreografías conjuntas (de los solos no hablamos: resultan abrumadores); sabe conjugar el aliento barroco con los aires de hip-hop sin desechar otras manifestaciones musicales como el jazz, el charlestón o el baile country; combina en la misma coreografía las puntas clásicas y las técnicas más contemporáneas; alumbra escenas originales y conmovedoras. La culminación de este concepto se produce en la fase final del espectáculo, donde un derviche giróvago de irresistible belleza visual nos hipnotiza con su blanca e incansable rotación, en la búsqueda de una íntima y catártica comunión con ese mundo a veces hostil e incomprensible que se nos ha mostrado a lo largo de los diferentes pasajes de la obra; el cierre con los bailarines cantando juntos en escena —también el agotado derviche— es sencillamente fantástico.

El gran trabajo del coreógrafo lionés fue vigorosamente aclamado por el público de la Sala Argenta, que aplaudió en pie a todos sus intérpretes. Salimos de la sala en trance, como el sufí, a encontrarnos con la extraña locura de la noche y sus constelaciones.