LA VOZ DE ORO BRUÑIDO

 


El pasado miércoles el Palacio de Festivales cerró su programación musical de la temporada con un concierto de lujo. La presencia del casi mítico contratenor alemán Andreas Scholl con el carismático laudista bosnio Edin Karamazov auguraban una fantástica velada, y en efecto las expectativas se cumplieron.

El programa se centró en dos repertorios muy bien conocidos por Scholl: el barroco y el folklore inglés; y más en particular, en canciones donde el protagonismo se cede al sentimiento y la delicadeza. Ello no es extraño si pensamos que Andreas Scholl tiene un instrumento maravilloso que no obstante no es ajeno a la edad, por lo que los excesos vocales no le sentarían demasiado bien. Pero el contratenor es extraordinariamente inteligente y consciente de sus puntos fuertes en este tramo de su vida profesional, de modo que sus brillantes elecciones fueron las conmovedoras canciones y lágrimas de Dowland, la preciosa canción Have you seen the bright lily grow de Robert Johnson (tan bonita que incluso Sting en su momento le prestó atención), la exquisita cantata handeliana Nel dolce tempo y un ramillete de canciones inglesas a cual más hermosa.

La voz de Scholl en estos momentos es de auténtico oro bruñido: exhibe un delicioso esmaltado (con su timbre tan característico) y una capacidad de apianar de manera natural que resulta verdaderamente portentosa, como su dominio total de los reguladores. Ese talento –obviamente producto de una altísima y continua formación e investigación académicas y de una carrera muy cuidada– sabe ponerlo al servicio de una interpretación cálida, elegante y expresiva al tiempo, con un color perfectamente cincelado. El Scholl que escuchamos en la Sala Argenta nos deleitó con su técnica intimista y su tallada melancolía, y con sus improvisadas y magnéticas variaciones, dignas de un auténtico maestro. Incluso alguna de las canciones la interpretó a capella, como en el caso de King Henry, con una belleza abrumadora. Únicamente decayó un poco en su interpretación de Handel, donde faltó expresividad y las agilidades se mostraron resentidas.

El otro gran tesoro de la noche se albergaba en el laúd de Karamazov, que acompañó al contratenor alemán de manera formidable y con excelente compenetración. Por otro lado, hay que tener en cuenta que a Karamazov este repertorio que no le es ajeno en absoluto, como demostró tanto en sus solos bachianos (en particular, en la personal y sentida lectura para cuerda pulsada que nos ofreció de la Suite para Cello número 1, BWV 1007), como en las singulares versiones de Dowland; todo ello está ya disponible en diferentes registros del instrumentista bosnio realizados en compañía de variados cantantes (Scholl incluido).

La propina bachiana final resultó quizá un poco forzada, pero se otorgó en respuesta a la excelente acogida que dispensó a ambos artistas el público de la sala Argenta, que aplaudió mucho y merecidamente. Quizá se hubiera agradecido un espacio algo más recoleto para este género de programa, pero a la vez hay que admitir que la acústica y la austera puesta en escena no defraudaron lo más mínimo. En suma: una gran noche que nos dejó con ganas de más músicas de tan refinado fulgor.