Dentro de la precaria
programación que, en líneas generales, se está desarrollando en el Palacio de
Festivales en la presente temporada, algunas de las veladas musicales están
resultando más destacadas que el resto de propuestas. Es el caso, por ejemplo,
de la última jornada, desarrollada en el pasado jueves a cargo de la Orquesta Estatal de
Baviera que, bajo la dirección de Vladimir Jurowski –ya de sobra conocido en
Santander–, presentó un programa con piezas bastante desconocidas de Mozart,
Respighi y Brahms. No seré yo quien proteste por lo de las piezas desconocidas,
pues siempre imploro que introduzcamos cambios en las programaciones
archiconocidas y tradicionales. No obstante, en este caso, la elección no fue
tal vez la más adecuada, pues asistimos a la interpretación de obras que no
aportan un especial disfrute al espectador más allá de la jornada momentánea,
es decir: un concierto placentero del que al salir nadie nunca más se acordará.
Dejando esto a un lado, hay
que decir que el maestro moscovita realizó un excelente trabajo al frente de
una orquesta que destaca por su maravilloso empaste y por la especial belleza
de alguna de sus secciones, a destacar la de cuerda (dicho sin menosprecio de
las demás, también excelentes). Jurowski sabe diferenciar planos y texturas,
aporta color, su fraseo es exquisito. De la orquesta de la ópera muniquesa cabe
resaltar su espléndida compenetración con el director. Casi solo por esto el
programa se escucha con atención: un vivaracho y elocuente Mozart (Sinfonía 32
en Sol Mayor, K318), interpretado a modo de obertura, sin interrupción entre
movimientos; y, a posteriori, seguramente el momento más esperado de la
noche: un Respighi poco convencional (Concierto gregoriano para violín y
orquesta) en que la formación bávara pudo lucirse a gusto, desplegando un embriagador
aroma postromántico, en compañía del gran violinista Frank Peter Zimmerman,
cuyo Stradivarius sonó con sedosa dulzura y perfección melódica intachables en atinadísimo
concierto con la orquesta.
La segunda parte de la noche
estuvo protagonizada por un Brahms de juventud: su Serenata 1, en Re Mayor, Op.
11, de seis movimientos que fluyeron acuáticamente gracias al excelente
desempeño de Jurowski, que extrajo un suave y elegante entusiasmo al alígero carácter
lírico-romántico propio de la composición.
El concierto terminó sin
bises ni propinas, y en tiempo y forma nos levantamos de nuestras butacas sin
una emoción especial. Lo que a veces tampoco es tan malo, oigan.