MARCARSE UN BROWN, MARCARSE UN BANSKY

 


Wajdi Mouawad es un autor de sangre libanesa y nacionalidad canadiense que siempre ha sido muy bien tratado por público y crítica. Sus últimas obras, incardinadas dentro de la tetralogía “La sangre de las promesas”, han sido aplaudidas lo mismo en papel que en su traducción escénica. Incendios, esencialmente, fue muy alabada en su alambicada construcción de un drama bélico con interferencias bastante inverosímiles de ilícitas mezcolanzas familiares (realmente, haciendo una broma fácil, pudiera haberse titulado Incestos), que recordaba bastante a la arquitectura de las grandes tragedias griegas, aunque mucho más larga. Mucho más. Demasiado.

En esta ocasión, Mouawad regresa con la cuarta entrega de la serie, Cielos, que regresa a los conflictos bélicos irresueltos por la dejadez (cuando no corrupción) política, si bien en este caso la pincelada “personal” viene inserta a través de una especie de reproche universal de los hijos contra sus padres por haber engendrado el horror y no saber pararlo, sino más bien alentarlo; un reproche que se eleva en forma de voz distorsionada (tan distorsionada que con frecuencia no se entiende una palabra), que funciona como una suerte de divinidad vengadora contra esos seres que destruyen la justicia y la belleza.

El montaje que hemos presenciado en el Palacio de Festivales de este Cielos, a cargo de Sergio Peris-Mencheta, es asfixiante. Es posible que el dramaturgo haya querido reproducir el encierro ineludible de la situación planteada a la vez que una especie de búnker en tres plantas donde unos espías (de los que no se nos cuenta mucho, la verdad) intentan evitar un atentado mundial inminente. La desaparición –suicidio– de uno de esos espías se ve sustituida por la llegada de un turbio personaje que será quien finalmente, y ya tarde, deshaga el tuerto y dé una solución que los altos poderes fácticos desechan, en su carrera desenfrenada hacia el desmembramiento del planeta y de los más eminentes logros intelectuales del ser humano.

Así planteado el asunto, nos puede parecer conspiranoico el argumento de Cielos, no tanto por su esencia como por su desarrollo, carente de profundidad, tedioso por largos momentos, con personajes mal dibujados que no aportan nada relevante a la trama. Pero si esto es efectivamente así, no podemos dejar de mencionar que la solución del bacalao radica en el histérico análisis de un cuadro de Tintoretto, La Anunciación, sobre el que se dibujan hipotenusas y fórmulas matemáticas que nos dejan desnortados. Todo ello recuerda bastante a algún que otro bestseller en el que la Monna Lisa era la guía para la resolución de un asunto absolutamente delirante.

Peris-Mencheta ha hecho lo que ha podido con este abstruso material, tal vez llamado a ser un taquillazo y que se queda en un soberano aburrimiento. Los espectadores salían sin cesar de la Sala Pereda, y hay que reconocer que desde nuestra butaca los contemplábamos con cierta envidia. Los actores –Marta Belmonte, Álvaro Monje, Pedro Rubio, Javier Tolosa, Sergio Lanza, Rodrigo Simón, Ricardo Gómez y Jorge Kent– hacen lo que les parece en este constreñido reducto donde se suceden diálogos saturados de barroquismo y pretendida belleza que acaban por empalagar al oído más entrenado. Al final, cuando todo estalla –porque hay una explosión de narices, que llega a los Cielos–, se comienzan a proyectar imágenes de algunos de los cuadros más representativos de la Historia Universal del Arte, supuestamente destruidos en la malévola explosión, cerrándose esta mecánica exposición con una de esas ilustraciones tan superficialmente conmovedoras de Bansky –ese señor al que parece que nadie conoce pero que debe de estar forrado– de una niña con un globito.

Mouawad se ha marcado un Dan Brown y Peris-Mencheta un Bansky. Después de dos horas se nos deja al fin marchar, y rogamos –pues estamos en tiempo de deseos– que en estas cosas de la escena el año 2024 sea más generoso con nosotros.