Una década más tarde de su primera puesta en escena, y con un
espíritu parcialmente distinto, se ha escenificado en la Sala Argenta del
Palacio de Festivales la obra El traje, de Juan Cavestany como director y
autor del texto. Si en aquel tiempo la mera mención de un traje nos traía a las
mientes uno de los casos de corrupción más escandalosos a la par que grotescos
del escenario hispánico, lo cierto es que en esta ocasión, tras presenciar la
obra de Cavestany, no es ese el contexto que se nos sugiere en primer término,
sino más bien un mero enfrentamiento dialéctico entre dos actores en un espacio
completamente cerrado (o casi completamente cerrado). El planteamiento no es
nuevo, desde luego, y si encima lo salpimentamos con algunas gotas de teatro
del absurdo, no nos sorprende lo que ocurre encima de las tablas. El traje,
pues, es una excusa para entretener al espectador sin otro propósito que el
entretenimiento mismo, para lo cual Cavestany se permite recurrir a la baza adicional
de un humor discreto y al desempeño de dos actores –Javier Gutiérrez y Luis
Bermejo– plenamente entregados a su papel.
La fórmula como tal funciona, y en realidad era previsible
que funcionara. Los diálogos un poco locos de los personajes fomentan, cuando
menos, la sonrisa. Al final, asistimos a una conversación entre dos personajes
con problemas propios (en un caso, la falta de amigos, el miedo al despido, la
ausencia general de resolución en su vida; en otro, las dificultades de
sostener un negocio, falta de entendimiento con los miembros de su familia,
humor irascible…), que se van exponiendo con intensidad creciente. La realidad
es que no nos identificamos con ninguno de los dos personajes, únicamente los
vemos en escena como actores ajenos a nosotros, exponiendo una serie de
circunstancias (por lo demás, no excesivamente graves) que precisamente el
humor torna distantes.
Para un planteamiento semejante no se requiere un gran
esfuerzo escenográfico. En este caso, se supone que nos encontramos en el
sótano de unos grandes almacenes, en una suerte de oficina de vigilantes de
seguridad, aunque lo cierto es que lo suponemos porque así se nos indica. De
modo que todo se desarrolla en una habitación con una mesa y una silla
metálicas, y con unas escaleras estáticas a la derecha y una pantalla con
cámaras de vigilancia a la izquierda. Dos puertas en sendos extremos del
escenario constituyen la única excepción al cierre total del montaje. El uso de
una música abstracta y ligeramente inquietante contribuye a subrayar los
momentos más tensos de la trama, al igual que la luz se torna más cetrina en
esos mismos pasajes.
Gutiérrez y Bermejo se desempeñan bien en sus personajes, que se detecta tienen perfectamente asimilados. El resultado final es una función simpática que transcurre con buen ritmo pero que no llega a calar con profundidad en ningún tema (seguramente, tampoco lo pretende). El traje que le da título es ya solamente la sombra de un episodio político que en su día nos sonrojó y que hoy ha quedado sepultado entre otros mil similares o peores.