No sé lo que ocurriría con la mayoría de asistentes que en la
noche del viernes estaban presentes en la Sala Argenta del Palacio de
Festivales, pero en mi caso lo que me empujó a acudir fue tan solo un nombre:
Plauto. Admito que no me había fijado en la composición del elenco y que, por
otra parte, tenía ecos en mi cabeza de que se había hecho un Miles Gloriosus en Mérida el año anterior (Mérida, por cuyo Festival ya no merece la pena ni
llorar, de lo venida a menos que está su lamentable programación); pero admito,
vuelvo a reiterar, que no me esperaba encontrarme con que Carlos Sobera hubiera
abandonado su Tindercillo televisivo para empitonar a Plauto. Él mismo debiera
saber mejor que otros que con las cosas de comer no se juega, y con los
clásicos tampoco.
Así que llego, me siento y, con un paupérrimo escenario de
fondo, que ya hace presagiar una hora turbia, veo llegar a Sobera, quien, con
las luces encendidas, se baja hasta el patio de butacas. Comienza a decir
incoherencias y no entiendo nada. De repente, entre chascarrillos de mal gusto
que seguramente emplea en su First Dates, comienza Sobera a sobar y resobar la
calva cabeza de un calvo sentado en la fila 6 (quien, extrañamente, no le
arrancó el penacho al presentador encasquetado). Ajeno a la vergüenza ajena, el
heraldo del amor más grotesco de la Hispania contemporánea trepa de nuevo a las
tablas y comienza a pasearse como quien domina la situación, él mismo ‘miles infame’
en un montaje disparatado: actores descarriados (muy en especial las actrices:
Elisa Matilla y Arianna Aragón produjeron sonrojo por momentos, aunque tampoco
les fue en zaga el pésimo David Tortosa ), molesta interpretación con
micrófonos, decorado escolar, dirección errática a cargo de Pep Antón Gómez… Si
a ello se añade el penoso final, en que con una lastimosa cancioncilla se
pretende poner al público en pie y que bata palmas, poco nos queda por decir.
En tal circunstancia, si algo impidió un suicidio colectivo
en la Sala Argenta fue tal vez el buen hacer del compañero de fatigas (nuestras)
y reparto (propio), el buen actor Ángel Pardo, quien se comió la función en
exclusiva en su papel de Geta (Palestrión en el original) y supo arrancar
alguna sonrisa al respetable. El espíritu de Plauto es imbatible incluso en
atentados como el perpetrado contra su obra en el Palacio en este fin de
semana, y a pesar de la versión de brocha gorda ofrecida por Antonio Prieto, se
adivina la increíble modernidad de un texto tan ingenioso como genial del año
200 a.C. Lástima de oportunidad perdida.
Esperemos que en las próximas convocatorias los responsables
del Palacio de Festivales tengan un poco de piedad del público y se afanen en
traer espectáculos de mayor consistencia a nuestra ciudad, con independencia de
su formato.