LA AVARICIA QUE NO CESA

 


De la muerte de Molière se cumplen en este año los 350 de su muerte, y con tal motivo se rescata del baúl de los recuerdos el montaje que en su momento realizó la compañía Atalaya, con Ricardo Iniesta al frente, hace ya no pocos años. Con el objeto de actualizarla y mejor traerla a nuestros días, se han cambiado los nombres de algunos de los personajes (como Froilán o Leonor) e incluso se ha presentado una proyección final en que se señala a Harpagón, el avaro de la historia, cargado con su arca repleta de dinero en dirección a Abu Dabi. En la misma línea, se introducen temas de plena actualidad, como la codicia de la banca o los desahucios ejecutados contra personas sin recursos.

Estos guiños al público resultan simpáticos y empáticos en algunos pasajes, pero no por ello se altera la esencia del espectáculo original, que hemos presenciado este fin de semana en la sala Argenta del Palacio de Festivales, con un aforo cubierto bastante aceptable, tratándose de un espacio de tan grandes dimensiones. El concepto de Atalaya es musical –algo muy de moda en los últimos años, al igual que las proyecciones – y eso lo convierte en original y un tanto pesado al tiempo. La música y las coreografías corren a cargo de Luis Navarro, Juana Casado y Lucía You. Debe decirse, en justicia, que existe un cierto equilibrio en el empleo de estos recursos en relación con la dicción tradicional de texto, de modo que no llegamos a presenciar un musical total. Además del arduo trabajo en este aspecto, hemos de subrayar el excelente concepto escénico de Ana Arteaga, articulado mediante nueve puertas que sirven de vanos de entrada y salida, de atrezzo, de banda sonora y de paneles que imprimen gran dinamismo a la escena. Excelente también fue la iluminación y el vestuario, concebidos por Alejandro Conesa y las Giles.

A cambio, la obra se ve un tanto viejuna, con perdón de Poquelin. El argumento es reiterativo y previsible, y lo que podía divertir o escandalizar en el siglo XVII hoy nos resulta bastante indiferente, máxime durante una hora y tres cuartos. Salimos con la impresión de que la compañía de teatro ha querido lucirse a costa de un texto hoy ya precario, con lo que la esperada diversión acaba deviniendo tedio.

En todo caso, el trabajo de actores es, como de costumbre en Atalaya, excepcional. Carmen Gallardo en su papel de Harpagón está espléndida (no es la primera vez que encarna papeles masculinos) y el resto del elenco se desenvuelve con el gracejo preciso. En suma, un diez para Atalaya por el esfuerzo realizado y bien traducido sobre las tablas, pero un cinco raspado en la elección de la obra y su desarrollo.