NECESITAMOS UNA IDENTIDAD

 


Termina la septuagésimo segunda edición del Festival Internacional de Santander y nos quedamos con la extraña sensación de no haber avanzado demasiado con respecto a la septuagésimo primera. Los pecados –veniales y no tanto– de la pasada convocatoria no se han corregido ni muestran intención de hacerlo; antes bien: parece que persistimos en ciertas cojeras que se han hecho crónicas e incluso se han introducido algunas variaciones no precisamente satisfactorias.

En suma, ¿cuál es el gran problema del Festival Internacional de Santander? Su ausencia de carácter, de originalidad, de sello propio. El FIS es un festival de verano con eventos más o menos agradables, según los días, en los que no detectamos una impronta que merezca acercarse a Santander específicamente para asistir a los conciertos. La sombra de la Quincena Donostiarra es cada vez más alargada, y creemos que injustificada. Los primeros años subsiguientes al cambio de dirección del Festival se adujo que no se podían hacer grandes excesos por causa de la deuda ingente que nos había dejado en ingrato legado el Sr. Ocejo. Pero ahora que parece que nos encontramos ante un Festival saneado al que se han inyectado millones de euros, seguimos mendigando en la puerta del Kursaal, incapaces de levantarnos y sacudirnos el polvo del camino más trillado. Varios de los espectáculos del programa se representan en días sucesivos, generalmente en San Sebastián en primer lugar (“nosotros, como hijos de condes, unos pasos más atrás”). Es tal la sumisión a la programación vasca que iniciamos el FIS con el Orfeón Donostiarra y la clausuramos con el ¡¡Coro Andra Mari!! (ambos, por cierto, podrían haber permanecido en sus lugares de origen, pues causaron daños en los tímpanos de varios asistentes a los correspondientes conciertos). Algo absolutamente inexplicable: ¿por qué nos traemos dos coros guipuzcoanos en lugar de uno de Murcia y otro de Alcorcón? Y para más INRI (pues de nuestra crucifixión se trata) se pagan más caras las localidades en Santander que en Donostia (hasta un 40%); ¿quizá porque sea más costoso escuchar a los insignes guipuzcoanos en Cantabria que en Guipúzcoa?; algo de lo que ya hablé el año pasado y que resbala con indolencia como el agua por las peñas de nuestras hermosas tierras cántabras.

Por lo demás, hemos detectado en este año una cierta tendencia a pergeñar un Festival menos especializado (aún) y más generalista, más del gusto de un público menos interesado en la música que en tener un plan para la tarde después de la playa o la comida. Es verdad que este año ha habido más asistentes al FIS, pero debemos preguntarnos hasta qué punto debe sacrificarse la innovación por la cantidad de butacas ocupadas. La música contemporánea está prácticamente ausente de la programación a excepción de un par de convocatorias aisladas y ubicadas fuera del Palacio (si no contamos con el Cuarteto de los Helicópteros de Vivaldi que tuvimos ocasión de sufrir en la esperada y desesperante jornada-bolo de Anne-Sophie Mutter). Es una lástima que no podamos disfrutar de música más próxima a nuestro tiempo porque, supuestamente, no va a colmar la Sala Argenta. Pero… Beethoven se ha adueñado del espíritu del FIS y lo tenemos prescrito para desayuno, comida y cena. Mahler es otro de los demasiado frecuentes. Amamos a ambos, pero todo exceso es empacho (ya en el templo de Apolo en Delfos se podía leer “nada en exceso”, y eso que Beethoven aún no había nacido), y el abanico de compositores contemporáneos programables, y hasta disfrutables por el público, es muy amplio. Lo mismo ocurre con la música de tiempos pretéritos, relegada en general a la pésima acústica de los Marcos Históricos, con la excepción en la Sala Argenta para el Orfeo de Monteverdi de Capella Mediterranea y el maravilloso programa dieciochesco del Ensemble Arcangelo y el chelista Altstaedt (con seguridad dos de las mejores convocatorias de este FIS y, lamentablemente, de las menos frecuentadas, en torno a un 60% de la ocupación). Otro tanto cabe decir de ciertos intérpretes invitados al Festival, que ya empiezan a ser demasiado conocidos en Santander (Perianes, verbigracia), siendo el mundo tan ancho y tan ajeno y tan pleno de músicos talentosos.

Por lo demás, en este año, habiendo tenido ocasión de asistir a algunos conciertos excepcionales, algunos amables y algunos decididamente malos, todos ellos han compartido un denominador común: su solapamiento con los conciertos de los Marcos Históricos (esto ya es un clásico, casi hasta da morbo –cólera morbo–) y su innecesariamente tardío comienzo, que es desoído sistemáticamente por la organización con excusas de lo más peregrino, a pesar de las quejas generalizadas del público. Cualquier festival o ciclo de conciertos comienza ya en España a las 8 de la tarde, que es hora suficiente para disfrutar de los espectáculos y posteriormente poder gozar de conversación o paseo o lo que fuere a hora digna, sin correr peligro de pernocta en las ergonómicas butacas del Palacio. Suponemos que la organización tiene resuelto este tema para sí y por ello se desentiende de las necesidades del público (e incluso del propio personal del edificio). Pero no, no es normal salir de una velada musical pasadas las 11 de la noche, por mucho que intenten decirnos que sí. No.

Aunque son unos cuantos los asuntos que no son normales en este Festival, salvo las tardanzas y la copia sumisa y la reiteración. A ver si finalmente perdemos el miedo a la innovación y a la adecuada organización. Sobre este último aspecto también cabría citar el contenido de algunos de los programas de mano, que hablan de pizza napolitana o la Belle Époque o Maradona (es un decir, prefiero no entrar en ejemplos precisos), pero apenas citan dos líneas de lo que se va a escuchar.

Necesitamos una identidad. Y ello seguramente implique aire fresco. Abramos las ventanas con urgencia o nos diluiremos en la más absoluta mediocridad.