El sábado 12 de agosto tuvo lugar
en la Sala Argenta del Palacio de Festivales el concierto protagonizado por la
Orquesta Sinfónica de Castilla y León, bajo la batuta del director de Vitoria,
Juanjo Mena. El programa estaba concebido para gustar a públicos sin
exigencias: Beethoven, una vez más (no sabemos cuántas van y cuántas quedarán
en nuestro FIS), en este caso con su Concierto para Violín en Re Mayor, op.
61, y también el inesperado Mahler para la segunda parte, con una Titán
que nunca se ha escuchado ni volverá a escucharse en el FIS (discúlpese la
ironía). Nos encantaría que la programación del Festival fuera más arriesgada,
menos convencional, con sello propio, distinguida, menos previsible, pero
seguimos en la onda de que hay que seguir reprogramando para asegurar
ocupación, cueste lo que cueste a nivel intelectual. En este caso había una
atracción adicional: la violinista norteamericana de origen japonés Midori, que
logró atraer seguramente un 15% suplementario de las butacas ocupadas.
El concierto para violín de
Beethoven es una obra bonita, difícil, en cierto modo extraña (muy superior en
duración a cualquiera precedente de Mozart, por ejemplo), muy exigente con su
solista, con frecuentes cambios en la dinámica. Mena acomete con demasiado
volumen la larga introducción orquestal que en cierto modo resume todo el
contenido del movimiento, y entra al fin Midori… que no entra bien. Hay
desajustes y desorientación. Excesiva gestualidad e inclinaciones por parte de
la oriental para encubrir que violín y orquesta no van parejos. El propio
sonido del violín no acaricia, sino que resulta estridente. Mejora bastante el
“Larghetto”, en que la japonesa se recompone y exhibe las cualidades por las
que suele ser reconocida. No obstante su perfección técnica, indiscutible, no
emociona. Ese movimiento discurre suscitando más atención hacia su virtuosismo
que hacia su expresividad. El “Rondó-Allegro” final volvió a pecar de exceso de
volumen por parte de Mena, quien por momentos se lo puso difícil a la solista
para ser convenientemente percibida, siendo sin duda el pasaje de mayor y más
brillante exhibición para ella. Midori es muy profesional pero en ningún
momento hubo entendimiento con Mena ni la OSCyL, quedando un no sé qué que
queda balbuciendo en el ambiente. A pesar de ello, fue muy aplaudida y nos
obsequió con una curiosa propina: un Bach que parecía sometido a metrónomo,
ovacionado probablemente por la inusual e innecesaria velocidad con que se
interpretó.
La segunda parte de la noche estuvo
ocupada por un Mahler que ya a priori sospechábamos que no iba a ser
glorioso. Mahler es Mahler y la Titán es una sinfonía preciosa,
seguramente porque recorre muchas tradiciones literarias y culturales, y transmite
con ello muchas emociones, desde lo grotesco a lo fúnebre, pasando por lo
macabro y lo histórico, lo folclórico y lo culto, lo distante y lo intimista.
El problema de Juanjo Mena con una pieza tan dispar en sí misma es que su
registro no varía. Alza los brazos pidiendo volumen a la orquesta, salta en el
podio (no sabemos por qué), pero no dibuja líneas, no traza la arquitectura de
la pieza. Los músicos son buenos pero van desmelenados por un camino sin
desbrozar. Nadie les indica nada expresamente. Mena entre tanto eleva la
percusión, y en lugar de conducirnos a una catarsis musical nos sumerge en un
batiburrillo que acaba con muchos decibelios.
La noche se termina y nos vamos a
casa sin más, como otra noche de sábado cualquiera.