Inaugurar la 72 edición del
Festival Internacional de Santander con la Novena Sinfonía, en re menor, op.
125 de Beethoven supone toda una declaración de intenciones. Más allá de la indiscutible
grandiosidad de la obra, lo cierto es que es obvio –se aprecia también en gran
parte de la programación aún por degustar y evaluar– que la dirección se ha
inclinado este año por una apertura a un público “más público”, esto es, a un
público acostumbrado a piezas más conocidas y ejecuciones más ídem. Prueba de
ello fue el lleno absoluto con el que se abrió el Festival en la Sala Argenta
del Palacio de Festivales de Santander, asunto que por unas causas u otras (no
pienso exclusivamente en la pandemia) no se había producido en los años
precedentes, y causaba cierta pena y extrañeza.
Así que este sábado supuso una
gran jornada para Festival, con un animadísimo vestíbulo surcado de asistentes
y corrillos. Se iniciaba la fiesta. La Novena, declarada Patrimonio de la
Humanidad, es una sinfonía que ha tenido muchas lecturas. La propia complejidad
de la obra, así como su datación (se estrena en 1824, aunque el compositor
llevaba años previos inmerso en alumbrarla) inducen a ello. Beethoven rompe
importantes moldes y hasta “protocolos” estilísticos con esta pieza monumental,
y no es de extrañar que posteriormente (menos en el momento de su estreno)
causara la admiración con que hoy se la venera. También por ello, como
decíamos, se ha prestado a versiones más románticas, más agrestes, más puristas
y/o depuradas (hay una preciosa versión de Immerseel y Anima Eterna con
instrumentos originales y orquesta reducida a 56 músicos en la Novena), más
monumentales y más reflexivas.
Teniendo en cuenta el momento en
que surge la obra y la propia circunstancia de ese Beethoven, ya sordo, que se
empeñó en codirigir su última sinfonía en un gesto tal vez desesperado,
particularmente nos inclinaríamos por una versión matizada, contrastada y
reflexiva. Es algo que apuntamos como estricta preferencia, pero no fue lo que
escuchamos anoche en la inauguración del FIS. El director Lahav Shani venía con
ganas de inaugurar a lo grande y de exprimir al máximo a esos grandes músicos
–ciertamente lo son– que componen la Orquesta Filarmónica de Rotterdam. De modo
que vigor y energía a raudales impuso el maestro israelí a los de Rotterdam,
que por fortuna para ellos son muy flexibles y exhibieron unas muy generosas
dinámicas, ya desde el “Allegro ma non troppo”, con especial subrayado en el
“Presto” subsIguiente, tal vez demasiado apasionado. No dejó de sorprendernos, a
la contra, la súbita melosidad con que se abordó el tercer movimiento,
“Adagio”, en desconcertante contraste –y ruptura de concepto– con la
impetuosidad precedente; la orquesta se dejó arrastrar por esa cadencia más romántica,
en la que sobró lo melifluo y se echaron en falta mayores contrastes, dado que
es un movimiento esencial en la obra, pleno de un significado que se nos
deslizó entre las manos como agua a pesar de su indiscutible corrección.
La entrada discreta pero airosa en
el escenario de Chen Reiss (soprano), Carmen Artaza (mezzo), Matthew Newlin (tenor)
y José Antonio López (barítono) sirvió de anuncio a lo que todo el auditorio
esperaba: el último movimiento de la sinfonía con su singular y prolongada parte
coral. De los cuatro solistas, que en verdad no ocupan un papel esencial en la
obra, debe destacarse la intervención poderosa de López, rica en caudal y
perfecta dicción; sin duda el mejor de los cuatro, muy bien empastado además en
su intervención dual con Newlin (de bello aunque escaso timbre). Soprano y
mezzo, de hermosas voces por separado, no lograron en cambio esa excelencia en
sus partes a dúo. Shani volvió a decantarse por una fogosidad más desmedida que
expresiva en su dirección del Orfeón Donostiarra, que cumplió forzando al
máximo sus límites vocales al mandado del maestro.
En suma, una inauguración de carácter
más vivaz que espiritual, que abrió con fastuosidad la nueva edición del
Festival.