Enorme acierto el del Festival Internacional de Santander al incluir en su programación al Ensemble Arcangelo, acompañado en esta ocasión por un solista de excepción: el chelista de ascendencia franco-francesa Nicolas Altstaedt. Desde hace algo más de diez años, esta agrupación dirigida por Jonathan Cohen y residente en el Wigmore Hall se ha ido consolidando en calidad hasta el punto de convertirse en un ensemble de referencia y deleitarnos con sus interpretaciones en los mejores auditorios del mundo. No dejó de sorprender la ocupación de la Sala Argenta, en torno a un 65%, en relación con el triste 55/60% del esperado Orfeo en la noche inmediatamente precedente.
El programa del jueves pespunteó desde el estilo galante la transición al clasicismo con exquisitas muestras. Comenzó la noche con la Sinfonía en Mi bemol Mayor Wq 179 de C.P.E. Bach, escrita es 1757, que lejos de la ternura que cabría esperar de esta tonalidad acaba por convertirse realmente en una elegante pieza de caza. La dirección de Cohen fue enfática desde los primeros compases y los músicos no le fueron en zaga. Al margen de la preciosa cuerda del Arcangelo, destacada en el movimiento central y más pausado de la obra, debe subrayarse el delicado pero potente desempeño de la trompista.
Inmediatamente después se sucedió la Sinfonía en Fa Mayor de Wilhelm Friedemann Bach, hermano mayor del Carl Philipp. Fechada en torno a 1740, esta sinfonía se conoce también como “de las disonancias” por la caja de sorpresas armónicas que encierra en su interior, que por momentos nos recordaba a Zelenka. Estuvo muy bien dirigida y abordada por Arcangelo.
La gran y gratísima sorpresa de la noche, no obstante, estaba por llegar, y nos la deparó el chelista, inconmensurable, con esa orgía clásica (valga el oxímoron) que encierra el exultante Concierto en Do Mayor para violonchelo núm. 1, Hobb. VII B1 de un joven Haydn. Desde el primer movimiento de su arco, Altstaedt nos dejó embelesados con su sonido. Cohen dirigiendo desde el clave fue muy sabio con las dinámicas, arropando amorosamente aquel prodigio que estuvimos presenciando, con un “Adagio” absolutamente arrebatador. A la destreza maravillosa del chelista se sumaba la extraordinaria calidez de su instrumento, construido por Lupot en París en 1821, cedido al músico con excelente criterio por la Deutsche Stiftung Musikleben. El entusiasmo por esta interpretación suscitó una ovación del público que facilitó una propina del chelista: el segundo movimiento de la Sinfonía núm. 13 de Haydn en Re Mayor, Hobb. I/13’.
Tras el descanso se sucedieron otras dos bellas obras. La primera, un hermoso concierto para chelo de Boccherini, en Sol Mayor G. 480, compuesto precisamente en España para el infante Luis de Borbón. Altstaedt volvió a comparecer y a seducirnos con el virtuosismo del compositor italiano en una lección magistral de refinado clasicismo. Un delicado entrante para la Sinfonía núm. 45 en fa sostenido menor de Haydn, con ese aroma inconfundible del Sturm und Drang que a partir de los 70 del XVIII empezarán a proliferar para alfombrar la llegada del romanticismo. Cohen subrayó adecuadamente los colores más oscuros, las síncopas, las armonías sorprendentes… hasta llegar a ese final sopresivo estilística y conceptualmente, de impactante comienzo que va poco a poco desbaratándose mientras cada músico va apoyando su instrumento en el suelo y abandonando el escenario hasta que solo quedan presentes dos violines para despedir la obra. Esta sinfonía, también llamada “de los adioses” por esta singularidad, supuso una exquisita protesta por parte de los músicos ante el príncipe Nikolaus, una reivindicación de vacaciones largamente diferidas. Cómo se decían las cosas antes y cómo se tienen que decir ahora…
Precioso final para una gran velada.