CAPRICHO, CATARSIS , EXCELENCIA

 

 

Este viernes tuvo lugar en la Sala Argenta del Festivales una de las citas más esperadas de la programación, no por lo inusual del intérprete en nuestra ciudad, a quien ya hemos escuchado en numerosas ocasiones, sino por lo singular del programa acometido. Al gran pianista ruso-español Sokolov, curtido en Chopines, Scriabines, Brahmses y demás, se le antojó en este año desplazarse hasta el barroco, y no precisamente con un programa sencillo. Si contamos con gloriosas grabaciones en piano de Couperin o Rameau (estoy pensando en esos maravillosos discos de Alexandre Tharaud), Sokolov ha pensado en uno de los más austeros ingleses para pespuntear su nueva propuesta: Henry Purcell, quien tuvo a bien nacer tres años después de la desaparición del siniestro Oliver Cromwell. 


Sokolov tiene algo de Gilels, algo de Richter, algo de Arrau. Y además se tiene a sí mismo, que no es poco. Ello le lleva a elegir un programa peculiar que quizá podría no ser del gusto de todos, pensado en su día para clave o incluso instrumentos más domésticos (espinetas, virginales…), y con sesgos populares añadidos en algunas de las obras elegidas (el programa se compuso en concreto de tres suites y otras piezas aisladas de duración muy variada), interpretadas sin solución de continuidad, ahorrándonos ingratos e inoportunos aplausos. 


Cuando hablo de la satisfacción final ante el concierto no me refiero precisamente al desempeño de Sokolov ante el piano, que en todo momento contuvo el pedal para desdibujar la grandeza del instrumento en relación con la ligereza y hasta delicadeza de muchas de las piezas abordadas. La articulación fue, como es costumbre en el maestro de San Petersburgo, absolutamente cristalina, aunque se prodigó en algunos ornamentos no del todo apropiados que no restaron, sin embargo, un ápice al carácter meditativo que Sokolov quiso imprimir a su Purcell particular. De este modo, por citar solo unos ejemplos. el Lilliburlero, la preciosa Sarabanda de la Suite núm. 4 o incluso la Chacona final en sol menor, que es espectacular, parecieron perder su impronta y majestad original. Sokolov cincela de modo maestro un Purcell que es suyo, exclusivamente suyo, con aroma romántico en ocasiones, indescriptible en otras.


La segunda parte, dedicada a Mozart, le resultó mucho más próxima estilísticamente. La Sonata núm. 13 KV333 (315c) es un caramelo para un maestro de sus cualidades. Tanteando un poco en el “Allegro” encontró el tono perfecto en el “Allegretto grazioso” final, y remató la velada con un preciso e introspectivo Adagio en si menor, KV 540; seguramente la pieza más bonita del programa.


Y después… lo que siempre ocurre con el gran Sokolov: la prolongación virtuosa del concierto en su serie ya esperada de propinas. Si la primera parte del concierto fue mesurada y la segunda amablemente cantábile, la tercera pareció desatar la furia contenida del maestro. Sorprendentemente, regresó al barroco no sin contundencia, con unos feroces Salvajes de Rameau. A continuación deslumbró al auditorio con un potente Preludio Op. 28, núm. 15 de Chopin para continuar con un precioso Rachmaninov: el Preludio Op. 23, núm. 2, que es muy querido por el maestro. Chopin no podía faltar en su Mazurka Op. 63, núm. 2 y… nuevo regreso sorprendente al barroco, con Le Tambourin de Rameau (lo que nos hace pensar que Rameau anda revoloteando no casualmente por la cabeza del pianista). Cerró la noche con el célebre Preludio BWV855a de Bach en versión de Siloti.


Cualquier velada con Sokolov es una celebración, pero en este caso nos dejó pensativos su crescendo interpretativo. Una gran noche, quién sabe si a la espera de un próximo Rameau.