IA: EL UNIFORME ACRÍTICO DEL ARTIFICIO QUE ACECHA

 


Hace ya cuarenta años todos caímos prendados de aquella no-mujer de labios rojos –Rachel– que en Blade Runner predecía de algún modo la irresistible seducción de la perfección del artificio frente a los peligros del imperfecto mundo real. Amar, encolerizarse, opinar, crear… son actividades de riesgo emocional muy fuerte y, sobre todo, muy poco rentables desde un punto de vista mercantil. Es muy probable que el gran sueño húmedo de todos los grandes dominadores que en el mundo han sido haya consistido precisamente en el sometimiento de la población mediante estándares de homogeneización: ello proporciona comportamientos previsibles y, por tanto, controlables; una ausencia de criterios indeseados acerca de temas ¿insignificantes? (un poema rebelde) o ¿importantes? (una estrategia política controvertida); un ideal de producción mercantil sin fallos; una planificación de seres humanos en cantidad, cualificación y ocupación… Por ello, no sería arriesgado decir que la IA existe, contradiciendo a Shakespeare, desde mucho tiempo antes de ser nombrada.

En realidad, la IA ya existe desde que los oráculos manipulados decidían los destinos de los pueblos. Más tarde, de modo más obvio, llegaron las religiones más represoras, y la vigilancia y el castigo foucaltiano de los cuerpos y las mentes. La Revolución Industrial y posteriormente métodos como el de Henry Ford demostraron que las máquinas podían hacer lo que los humanos y que estos podían ser manipulados como muñecos: qué debían comer, cuánto y cómo debían dormir, cuál había de ser su estilo de vida. Ya en pleno siglo XX, la publicidad se dedicó a estudiar técnicamente qué debía anhelar el ser humano. Los avances en la técnica han corrido paralelos al crecimiento de la estulticia espiritual: pocas personas saben leer a los clásicos, poco público acude a un museo si la exposición no viene precedida de fanfarrias y pantallitas interactivas varias (ah, qué decir de ese invento, las exposiciones inmersivas, tan parecidas a las entidades de crédito: se habla de arte pero los cuadros reales no se ven, igual que en los bancos se habla de dinero pero tampoco nadie lo palpa físicamente).

Al final, la IA se traduce en uniformidad y dinero. En el mundo de la empresa, acaparará nuevos y más exigentes modelos de producción y expulsará a personas de sus puestos de trabajo. Es lo que se espera de ella, no se cumplirá con menos. ¿Es peligrosa? Pues claro que sí, y nadie llorará por ello. Pero, ¿qué ocurrirá en algo tan insustancial como el entorno cultural? El algoritmo acecha y mide y piensa (¿piensa?) que nada debe escapar a su control, de modo que la disidencia tiene los días contados. Quizá amaremos como Joaquin Phoenix en Her y escucharemos la última bazofia de Jukedeck en nuestras casas domóticas perfectamente interceptadas por una pequeña bola peluda que nos graba y teledirige. Nuccio Ordine acaba de morir y su concepto de inteligencia (la única posible: la humana) se extinguirá con él y con los pocos que como él nos quedan. “La elocuencia de los símbolos” desaparecerá. Quemar libros resultará risible y crear será inútil en el nuevo orden de cosas. “La perfección es implacable, no tiene hijos”, como escribía Sylvia Plath.