TEDIOSA TARDE DE BALLET

 


Hablar del Ballet Nacional de Cuba nos evoca tiempos en que, bajo el empuje de la gran Alicia Alonso a finales de los años 40, la compañía suponía en sí una garantía de belleza y buen hacer. Aquellos tiempos quedaron ya muy lejanos, y con ellos la estética de danza de que Alicia era partidaria. Además del correr de los años, se han dado muy especiales circunstancias en el ámbito político, económico y humanitario que no han puesto las cosas precisamente fáciles a los cubanos. Y en esas nos encontramos hoy, en una jornada que prometía ser feliz dentro de la programación del Palacio de la Sala Argenta (hubo lleno total, algo no tan frecuente como deseable), con una dirección renovada de la compañía, con Vingsey Valdés al frente, que no nos dejó el buen sabor de boca esperado.

El primer paso a dos ya nos indicó cómo habría de desarrollarse el resto de la noche. No se trataba de un concepto desnudo en movimiento, vestuario (convencional) o escenografía (inexistente), sino de una ausencia de concepto, sin más. El programa se articuló en dos partes, una primera con tres parejas que ejecutaron distintos estados emocionales de Édith Piaf, con conocidas melodías de ésta y de Jacques Brel y Charles Dumont, en transcripción para piano de Natalia Chepurenko; una coreografía estrenada por el Royal Ballet de Flandes en 2011 e incorporada al Ballet Nacional de Cuba en 2019. Fue correcta pero no emocionante. A continuación, tres bonitos preludios de Rajmáninov para piano introdujeron una cierta variación visual (la barra de ejercicios como metadanza, no exenta de cierto carácter íntimo y especular), como presentación a la pieza final y supuestamente fuerte de esta parte, el Concerto DSCH, que refería obviamente a Shostakóvich y supuso la entrada en escena del cuerpo de baile; una entrada que no por esperada nos dio satisfacción, evidenciando descoordinación en una coreografía de vago retrogusto balanchiniano pero de riesgo y belleza muy justos.

Para la segunda parte del programa se reservó una pieza muy fuerte, apta para compañías muy experimentadas: la Séptima Sinfonía’de Beethoven, con coreografía más atrevida de Uwe Scholz, que deja en evidencia la voluntad de la compañía de emprender nuevos caminos estéticos. Al tratarse de una obra muy coral, con presencia casi constante de cuerpo de baile en escena, se exige una disciplina férrea que aquí no pudimos apreciar, antes bien, se percibieron reiteraciones ligeramente cansinas y movimientos caóticos en ciertas secciones que causaban desconcierto. No hablemos de la terrible escenografía que, carente de sentido y estética (dos cuñas laterales de colores ondulados, cuyo significado ignoramos), enmarcaba aquella fatigada y fatigosa dispersión.

Es posible que la Compañía Nacional de Cuba deba comenzar por escrutar el sentido de sus coreografías. La danza no es meramente bailar, es transmitir “algo” con el baile. Si no hay mensaje, no hay danza. Y en el mensaje, además, la forma tiene un peso fundamental, qué duda cabe. Esperemos que en próximas convocatorias estos conceptos se vean mejor desarrollados.