LEONORA, LA DIOSA BLANCA

Hace no demasiado tiempo, y sabiendo de mi interés en tales temas, un buen amigo me prestó un ejemplar de un extravagante libro que se hallaba en su biblioteca: se trataba de Cómo son y cómo piensan las mujeres, cuyo autor es el médico psiquiatra Luis Morales Noriega, tristemente más conocido en Santander por sus «peculiares» (hay quien ha escrito «sádicos») métodos de tratamiento de enfermos mentales que por sus logros científicos. El libro se publicó en 1945 y contiene una sarta de consideraciones acerca de las mujeres que hoy se leen como totalmente mohosas y disparatadas. Para ese entonces, ya había pasado por sus oscuras instalaciones una de sus pacientes más célebres: Leonora Carrington, que por intervención de su propio padre recaló en la clínica de Morales en el año 1940. Leonora, huyendo de la escalada de la guerra en Francia, de las represiones, de la nefasta vivencia de la detención de su amigo íntimo Max Ernst, acabó en un lugar sin duda bastante más peligroso y enloquecedor: España. Nada más entrar en nuestro país fue violada por unos requetés (ahora algún partido político los llamaría «gente de bien») y, por si no había tenido suficiente, la aguardaba el frenopático de Morales para acabar de dar forma a sus experiencias más traumáticas. Se suponía que la institución santanderina habría de procurar consuelo a la maltratada Leonora, y de paso conducirla por el camino recto, del que a ojos de su acomodada familia se había desviado ya desde su tozuda y rebelde adolescencia. Sus turbadoras aventuras hispánicas fueron recogidas por Carrington en su Memorias de abajo, intenso breviario escrito originalmente en francés en 1943 (disponible en castellano en la editorial Alpha Decay). El Surrealismo, todo hay que decirlo, se benefició de la sórdida biografía de Leonora Carrington; lo cual no fue extraño, pues bien puede afirmarse que, en líneas generales, el Surrealismo tendió a ser un movimiento ampuloso y escaparatista, esencialmente dominado por hombres, orientado a generar titulares y hacer caja. Varias de las mujeres sinceras que en él hubo, como Leonora Carrington o Dorothea Tanning, por citar a dos de las más brillantes, con una obra en verdad valiosa técnica y simbólicamente, fueron explotadas en alguna etapa de sus vidas de forma vil por el «sistema», que acabó por escupirlas de junto a sí y dejarlas solas a su suerte. Por fortuna, estas mujeres siguieron sus propios pasos artísticos y nos han legado obras de exquisita sensibilidad y audacia plástica.

El caso es que, retomando el inicio de estas líneas, he vuelto a encontrarme por una extraña casualidad con un ejemplar del libro de Morales en la espectacular muestra que ha organizado la Fundación Mapfre en torno a la figura de Carrington (y que puede visitarse hasta comienzos de mayo). Reposaba en una vitrina junto a múltiples y muy interesantes ejemplares de la biblioteca personal de la artista, excelente lectora, por lo que parece, a juzgar por la mayoría de títulos expuestos. Junto al volumen de Morales, una tarjeta aclaraba que el susodicho había impartido en el Ateneo de Santander en los años 70 una conferencia en la que estuvo hablando de sus «logros» en el empleo del pentilenotetrazol con Leonora Carrington. No deja de sorprender que semejante personaje intentara, todavía 40 años más tarde de tan penosos hechos, rentabilizar su lamentable relación profesional con Carrington, cuando sabemos lo que pasó y cómo pasó. De esa época siniestra exhibe la exposición un precioso y a la vez melancólico boceto que Leonora realizó de su lugar de cautiverio y tortura, haciendo alarde de su extraordinaria capacidad para el dibujo (en este sentido, la muestra nos ofrece varios dibujos absolutamente sorprendentes por influencias, temas y técnica, alzados con tan solo quince años); se trata de un plano en que con línea muy escueta y clara se presenta un espacio delimitado por un muro, más allá del cual sólo se ven dos símbolos contrapuestos: el faro y el cementerio. Huir o morir.

La huida de Leonora se sustanció, por un lado, en el arte, que adquirió una dimensión fantástica y tenebrosa por igual en los años inmediatamente posteriores a su salida del sanatorio psiquiátrico de Morales; un arte cargado de una dolorosa poesía, poblado por escenas y seres irreales y mitológicos, y por animales liberadores como los caballos y los gatos, a los que amaba y que durante tanto tiempo la acompañaron. Por otro lado, la lectura siguió proporcionándole «luz y guía», y fue precisamente en las páginas de La diosa blanca de Robert Graves donde Leonora (que manifestó que éste había sido el libro más decisivo de su vida) halló al fin el hilo conductor que logró sacarla del laberinto de su maltrecha cordura y que habría de llevarla hasta la segura isla de su auto-reencuentro. La diosa blanca hará que Leonora tome conciencia de la íntima relación de feminidad y naturaleza, que a modo de catarsis la convierte en una mujer capaz de sobreponerse de modo infinito gracias a un principio atávico, ancestral, irrenunciable. De esa conciencia brota también la ineludible confluencia entre arte y literatura, entre vocación y emoción, que cristaliza en uno de los cuadros más bellos y estremecedores de Leonora Carrington: La guardiana del huevo, lienzo que bien puede considerarse una revelación de la artista como imbatible madonna renacida, diosa de luz custodia del vivir y sus misterios.