LA OPULENCIA MUSICAL DEL IMPERIO RUSO

 


En este fin de semana ha podido disfrutarse en la Sala Argenta del Palacio de Festivales de la primera cita sinfónica de la programación de primavera, en esta ocasión protagonizada por la Orquesta Sinfónica de Amberes, bajo la batuta de nuestra ya conocida directora Elim Chan (que firmó una de las mejores veladas del pasado FIS), y con la colaboración especial solista de Pablo Ferrández. Una primera cita que no cabe sino calificar de excelente por el placer que nos depararon a partes iguales los instrumentistas de la orquesta, la maestra hongkonesa y el cada vez más reputado chelista originario de Madrid.

El programa, de diseño muy homogéneo, estuvo íntegramente dedicado a algunas de las páginas más conocidas, a la par que hermosas y brillantes, de la música rusa de tiempos del Imperio de los Romanov. Las partituras de Glinka (Obertura de Ruslán y Ludmila), Chaikovski (Variaciones rococó para violonchelo, op. 33) y Rajmáninov (Sinfonía núm. 2, op. 27) constituyen una propuesta que nos traslada a inmensos salones dorados y a paisajes infinitos, en representación de los sonidos más opulentos y floridos de esa Rusia monumental del siglo XIX. El programa, por lo demás, supuso un alto reto para los músicos precisamente por la extraordinaria intensidad de las obras escogidas y por la exigencia de contrastes en múltiples pasajes.

La virtuosa obertura de Glinka –compositor que combina de forma magistral el folclorismo ruso con la tradición europea. y que encarna un auténtico referente para músicos posteriores como Chaikovski o Rimski-Kórsakov–, deudora de la poesía de Pushkin, es un ejemplo de estilosas transiciones desde los momentos heroicos de Ruslán a los susurros líricos de la amada Ludmila, que se escucharon perfectamente subrayadas por las cuerdas dúctiles de los de Amberes. La partitura de Glinka, aun con sus obvios mimbres italianos, despliega aromas de Persia y Asia muy sugerentes en su parte central, donde aflora un efectista diálogo entre diversos instrumentos (metales, vientos, timbales) que Elim Chan azuzó con batuta firme hasta desembocar en la resplandeciente coda final.

Tras el vibrante comienzo, llegó el momento del sosegado deleite con las siete variaciones rococó de Chaikovski para chelo y pequeña orquesta, concebidas en homenaje al clasicismo mozartiano, con las que Pablo Ferrández tuvo oportunidad de exhibir el precioso, redondo y cálido sonido de uno de los dos Stradivarius de que disfruta en cesión. Además de la belleza indiscutible de las piezas, resultó óptimo el entendimiento entre el chelista y la directora, quien supo domar el vigor exultante de la orquesta para dejarnos apreciar las dinámicas, los glisandos, las medias voces, los deliciosos contrastes ofrecidos por un Pablo Ferrández en estado de gracia. Los diferentes registros de la obra (romántico, galante, seductor…) encontraron un intérprete tan entregado como atinado, que en conjunción con la delicadeza de la orquesta se tradujeron en un destilado de emoción y elegancia. El público lo ovacionó con insistencia y en respuesta Ferrández regaló la Sarabande de la Suite núm. 1 de Bach, en lectura demasiado blanda, y que realmente no aportó nada a lo que ya se había escuchado.

Si afortunada devino esta primera parte de la noche, no menos lo fue la segunda, dedicada íntegramente a la colosal Segunda Sinfonía de Rajmáninov, compleja, surcada por constantes tensiones y por hallazgos maravillosos en los clímax que se agazapan en diferentes pasajes de la obra. Elim Chan firmó una versión espectacular. La menudez física de la directora contrasta vívidamente con su capacidad de manejar una música que es como un mural gigantesco, y asimismo de crear unas atmósferas ideales. Chan conoce a la perfección las distintas secciones de su orquesta, dándoles la entrada justa y creando sugerentes superposiciones. La hongkonesa concedió gran relevancia a los metales, brillantes y ágiles (por momentos, nos pareció, demasiado ágiles). El esperado Adagio (probablemente la música más inspirada de su compositor) recuperó una deseada calma para poder paladear sus hermosísimos temas, con esos impecables violines que jugueteando dan la entrada a un inolvidable clarinete. Chan abandonó aquí la batuta para servirse solo de las manos, con las que pespunteó con su gesto marcial característico las notas poéticas que adornan este exquisito movimiento, desde el que se dirigió con paso seguro hacia el enérgico, sombrío y grandioso final, con ese pianísimo sobrecogedor del pleno de la orquesta que atenaza el corazón.

La gran velada se vio recompensada por persistentes aplausos, a los que Elim Chan y la orquesta correspondieron con una entusiasta propina: la célebre ‘Danza Trepak’ de El Cascanueces, de Chaikovski.