Cuando Steven Berkoff escribió
Decadencia en los años 80, su contexto político, presidido por la deprimente
figura de Margaret Thatcher, no podía calificarse más que como desolador. De
aquellos polvos resultaron unos lodos muy poco edificantes a nivel social, con
la emergencia de unas clases encumbradas que miraban con distancia y desprecio
a quienes estaban por debajo –que eran muchos, situados en la más aterradora pobreza
e incluso en los bajos fondos, según tenemos muy bien documentado– desde una
atalaya de ocio y descontrol.
Ese siniestro mundillo de ínfima
estofa moral es el que Berkoff describe y el que ahora recupera en este tiempo,
casi cuarenta años más tarde, Pedro Casablanc, como director y también actor en
una propuesta compartida con Maru Valdivielso mano a mano. Decadencia se ha
representado esta semana en los llamados “míércoles íntimos” del Palacio de
Festivales. Y nunca se ha visto tan bien aplicada la etiqueta de “íntimos” como
a este espectáculo en que se apela constantemente a unas relaciones de pareja
tan escabrosas como descarnadas, exhibidas y descritas sin el menor pudor, que
encarnan la miseria interior de unos personajes con los que es imposible
empatizar (tampoco ellos lo pretenden).
Planteado como un juego de
espejos entre los cuatro personajes en que se desdoblan Casablanc y Valdivielso,
y tal vez con nosotros mismos, ambos actores se nos presentan en paños menores
y sin miedo a escandalizarnos, haciendo uso de un lenguaje soez (cuya reiteración
puede llegar a resultar incómoda) que, sin embargo, se balancea sin descanso hasta
el extremo opuesto, con pasajes de carácter lírico verdaderamente delicados. A
este carácter hay que añadir un pespunte más, de carácter humorístico: Benjamín
Prado, adaptador del texto, introduce versos y rimas que contribuyen a perfilar
musical e irónicamente las diferentes situaciones, con las que no sabemos muy
bien si reír o llorar. En este contraste constante se columpia Decadencia, y
el espectador es libre de subirse al columpio y dejarse llevar despreocupadamente
como un personaje más, o bien de apartarse horrorizado de lo que se desarrolla en
escena. Sobre la mesa (o mejor, sobre la cama) aparecen menciones a la
desigualdad social y económica, al racismo, a la debilidad de los vínculos
afectivos en un mundo agreste y feroz.
Casablanc y Valdivielso hacen un espléndido
trabajo actoral. Se dejan la piel en las tablas y resultan más que convincentes
en un desempeño intensísimo de apenas una hora y cuarto en la que ocurren y se
dicen muchas cosas. La escena es tremendamente vulgar y tremendamente eficaz, lo
cual entendemos que es el objetivo perseguido. Ahora bien, a la hora de concluir
qué se nos ha transmitido en este tiempo, la respuesta es menos entusiasta.
Decadencia no llega a pinchar carne, se queda en la epidermis de una serie de
problemas que hoy son mucho menos banales de como se nos presentan en escena. O
el texto se ha hecho viejo o su tratamiento es demasiado fútil o tal vez ambas
cosas a la vez. El carrusel de liviandad gira demasiado rápido y salimos de la
obra con una mueca sardónica pero sin rasguños en la piel. La decadencia de
Occidente es ya demasiado palmaria como para preocuparnos por los indeseables
de salón de Steven Berkoff.