TORRENTE EN EL RIF

 


Este viernes en el Palacio de Festivales de Cantabria tuvo lugar la representación de Rif (de piojos y gas mostaza), una obra concebida para rememorar el desastre de Annual y sus alrededores, del que en 2021 se cumplió el lamentable centenario. Laila Ripoll (en la dirección) y Mariano Llorente, al frente de la compañía Micomicón Teatro, son los artífices de este montaje que cierra una trilogía dedicada al rescate de algunos de los episodios más vergonzosos de nuestra historia nacional, tras El triángulo azul y Donde el bosque se espesa.

Rif quiere presentarse como teatro del esperpento salpimentado con escenas de revista y proyecciones cinematográficas que de algún modo evocan los tristes tiempos del NO-DO. En ese querer es donde se naufraga estrepitosamente, pues por desgracia no asistimos a una de Valle-Inclán. Si el tema elegido tenía cabos más que suficientes para trenzar una muy buena propuesta (consecuencias históricas y sociológicas de la catastrófica presencia de España en el Protectorado de Marruecos, repulsiva corrupción política y militar, empleo «pionero» de armas químicas en el conflicto, implicaciones personales de Alfonso XIII en el fracaso del Informe Picasso y en el advenimiento de la dictadura de Primo de Rivera…), lo cierto es que el tapiz resultante es insustancial y grosero a partes iguales.

La duración de Rif es desproporcionada (más de dos horas de tortura en la butaca) para lo que finalmente se nos cuenta, que de enjundia es casi nada. En realidad, el montaje se ve lastrado por tres grandes losas: el afán didáctico de ribetes escolares (en este sentido, el texto deviene sonrojante por lo pueril de las escenas, por el maniqueísmo inaceptable, por la reiteración inacabable de frases e «ideas» fáciles y precarias para adoctrinar al público, por el final de obra más propio de redacción de ESO que de un espectáculo para adultos), la hilazón sin ton ni son de recursos y lenguajes (cabaré maltrecho de vergonzosos intérpretes y cantinelas, cine de barrio, Callejón del Gato sin gato, Harold Lloyd deambulando por allí sin pies ni cabeza, tragedias inverosímiles, extemporáneos discursos contra la xenofobia) y la banalidad más absoluta al abordar una temática apasionante, que queda reducida a una simple y deslavazada caricatura. Aparte de esto, pues mucho humor de brocha gorda y mucha denuncia también de brocha gorda. Ver a Franco cantando con voz aflautada en ropa interior femenina mientras palpa las nalgas de los soldados no nos impresiona nada; antes bien, parece un recurso muy torpe y manido. Escuchar la muy larga y totalmente prescindible cancioncilla de los «tres cojones» (sic) nos deja estupefactos en nuestro asiento. Presenciar la masturbación de un mando del ejército español por una morilla rifeña a cambio de tres pesetas o las elocuentes micciones de los soldados en las trincheras nos hace rememorar los highlights más redondos de Torrente. Los piojos y el gas mostaza a los que alude el título únicamente hacen su aparición de formas grotescas casi al final de la obra, si bien a tales alturas del espectáculo nos congratulamos de que Ripoll no les otorgue el tiempo que hubieran merecido.

El trabajo de actores es desigual. Debe reconocerse el esfuerzo de todos ellos (Arantxa Aranguren, Néstor Ballesteros, Yiyo Alonso, Ibrahim Ibnou Goush, Carlos Jiménez, Mariano Llorente, Sara Sánchez y Juan Carlos Pertusa), que se ven en la tesitura de realizar tres o cuatro papeles cada uno (salvo Mateo Rubistein, como soldado Antonio), con los consiguientes cambios de registro. En esos tránsitos unos salen mejor parados que otros, y todos sin excepción con más fortuna en los pasajes no «musicales». Escena (Arturo Martín), iluminación (Luis Perdiguero) y vestuario (Almudena Rodríguez) están bien resueltos, con dignidad mayor que la del texto que arropan.

Rif encarna a la perfección la trivialidad que cual mancha de aceite impregna hoy el tratamiento mediático de cualquier asunto importante. A la vulgaridad e indigencia de los tuiteros, a la mediocridad chancletera de muchos tertulianos de radio o televisión, viene a sumarse el discurso dramático menos elaborado para consumo digestivo y acrítico. Así se allana el avance implacable del tiempo y de la Historia.