DON GIOVANNI EN ROJO SOBRE FONDO GRIS

En este fin de semana hemos asistido a la nueva convocatoria del género lírico en Cantabria con la programación del Don Giovanni mozartiano en el Palacio de Festivales de Cantabria. Hemos de admitir que las expectativas con la producción de la Fundación Òpera a Catalunya eran escasas, teniendo en cuenta el flaco precedente que supuso su Rigoletto en esta misma plaza en la temporada de primavera. Y, en efecto, nuestras ya escasas ilusiones no se han visto defraudadas, dado que flojo, muy flojo, ha sido este Don Giovanni, lo que nos conduce a reflexionar muy sumariamente sobre la trayectoria que está siguiendo el Palacio de Festivales de un tiempo a esta parte.

Non multa, sed multum fue uno de esos lemas imborrables que nos ha legado el Mundo Clásico, en esta ocasión de la mano de Plinio el Joven; lema muy rescatable en estos tiempos en que la crisis espiritual y económica, sumada a la desafección anímica, heredadas de la pandemia, parecen condicionar los nuevos (o quizá no tanto) gustos del público. Tal vez, después del implacable castigo con que las instituciones maltrataron de forma inaceptable las manifestaciones culturales en todos los ámbitos, debería haberse previsto un resurgir más decoroso, siquiera por compensación a los vejámenes sufridos. Ello necesariamente supondría el diseño de una programación inteligente, lo que implicaría ausencia de comodines, estereotipos y adoctrinamientos y, por ende, compromiso con espectáculos escogidos por su calidad, no necesariamente reñida con unos presupuestos ajustados. En resumen, se trataría de aplicar el lema de Plinio y darnos no muchas cosas y mediocres, sino mucho, con enjundia e interés. Es de lamentar que la programación palaciega se haya decantado por programar una maratón de espectáculos a cual más precario, en lugar de optar por una selección con menos citas y más atinadas. Las no escasas localidades vacías que nos contemplan impasibles día tras día son el toque de aviso de que las cosas no se están haciendo bien: no, no hablamos de elitismo sino de funcionalidad.

De esta sintomatología no se ha librado el Don Giovanni catalán, espectáculo concebido para giras locales y pequeñas con un afán divulgativo. Mal no parece ese propósito, sinceramente lo decimos, siempre que no osen traspasar fronteras. Y he aquí que Santander se ha suscrito a ser permanente satélite de Sabadell, recibiendo con brazos abiertos espectáculos que no cumplen los mínimos requeridos –insistimos, fuera de su concepto y entorno– en nuestro auditorio.

Don Giovanni es una ópera realmente muy bonita, con un libreto ingeniosísimo y una música chispeante. Es además una obra muy conocida por el público y más aún por el público español, pues rescata uno de nuestros mitos más emblemáticos. Sin embargo, a pesar de las especificidades que esta cuestión suscita, los de Sabadell nos traen una propuesta triste y monótona que podría desarrollarse en cualquier lugar y época. En la paupérrima escenografía de Elisabet Castells, dominada por colores grises y paramentos sin encanto alguno (muy propios de Sevilla, sí señor), solo destacan unas hiedras de plástico y unas estatuas que se comen el espacio escénico. La única nota de color sevillano la aporta el trapo rojo que cae sobre Don Juan para simbolizar su muerte, y esta es precisamente inoportuna, pues no hay gota de sangre en el helado deceso del personaje, de donde hubiera sido más propio un fundido a negro o similar. Brilla por su ausencia la dirección escénica de Pau Monterde, que tiene a bien dejar desamparados a los cantantes, atornillándolos durante minutos eternos al escenario, que visualmente más parece una estática caja de música que una ópera en vivo.

Y pues de música hablamos, hay que expresar el descontento general con el elenco de voces y su resolución, todas ellas fuera del menor estilo mozartiano. Si Carles Pachón como Don Giovanni al menos cumple en lo dramático, formulando un personaje con planta, canalla y graciosón, vocalmente se ve mucho más limitado en fraseo y matices, aunque con astucia encubre sus carencias y logra llegar hasta el final. En este sentido, peor suerte corren Fernando Álvarez como Leporello (sin voz al final de la representación del viernes: qué habrá ocurrido el sábado), que subraya mucho su vis de bufón, o Maite Alberola (una Donna Elvira con terrible destemplanza en los agudos, cuyas “agilidades” tardaremos mucho en olvidar). Tina Gorina como Donna Anna estuvo más atinada, pero su instrumento carece de empaque y tiene un tono lacrimógeno monocorde que empaña su deseada claridad y variedad de registros. Más o menos lo mismo le ocurrió a César Cortés como Don Ottavio, que luce un timbre más afortunado, si bien debe trabajar mucho su expresividad. Mar Esteve (Zerlina), Xavier Casademont (Masetto) y Jeroboám Tejera (Comendador) cumplen sin mayores exigencias, lo mismo que el Coro de Amigos de la Ópera de Sabadell. Desde el foso, la Orquesta Sinfónica del Vallés se atuvo a su cometido, pero su director, Daniel Gil de Tejada, no supo extraer el brillo mozartiano al conjunto, que empezó con una obertura muy apagada y plana, para ganar posteriormente en volumen conforme avanzaba la representación, no tanto en sutileza.

Es necesario plantearse el retorno de la lírica a Cantabria. Pero planteárselo en serio. Solo hay que mirar alrededor, tomar buenos y asequibles ejemplos, y sentarse a planificar con juicio. Mientras tanto, seguiremos jugando a las casitas.