Non multa, sed multum fue uno de esos lemas imborrables
que nos ha legado el Mundo Clásico, en esta ocasión de la mano de Plinio el
Joven; lema muy rescatable en estos tiempos en que la crisis espiritual y
económica, sumada a la desafección anímica, heredadas de la pandemia, parecen
condicionar los nuevos (o quizá no tanto) gustos del público. Tal vez, después
del implacable castigo con que las instituciones maltrataron de forma
inaceptable las manifestaciones culturales en todos los ámbitos, debería
haberse previsto un resurgir más decoroso, siquiera por compensación a los
vejámenes sufridos. Ello necesariamente supondría el diseño de una programación
inteligente, lo que implicaría ausencia de comodines, estereotipos y
adoctrinamientos y, por ende, compromiso con espectáculos escogidos por su
calidad, no necesariamente reñida con unos presupuestos ajustados. En resumen,
se trataría de aplicar el lema de Plinio y darnos no muchas cosas y mediocres,
sino mucho, con enjundia e interés. Es de lamentar que la programación
palaciega se haya decantado por programar una maratón de espectáculos a cual
más precario, en lugar de optar por una selección con menos citas y más atinadas.
Las no escasas localidades vacías que nos contemplan impasibles día tras día
son el toque de aviso de que las cosas no se están haciendo bien: no, no
hablamos de elitismo sino de funcionalidad.
De esta sintomatología no se ha librado el Don Giovanni catalán, espectáculo concebido para giras locales y pequeñas con un afán
divulgativo. Mal no parece ese propósito, sinceramente lo decimos, siempre que
no osen traspasar fronteras. Y he aquí que Santander se ha suscrito a ser
permanente satélite de Sabadell, recibiendo con brazos abiertos espectáculos
que no cumplen los mínimos requeridos –insistimos, fuera de su concepto y
entorno– en nuestro auditorio.
Don Giovanni es una ópera realmente muy bonita, con un
libreto ingeniosísimo y una música chispeante. Es además una obra muy conocida
por el público y más aún por el público español, pues rescata uno de nuestros
mitos más emblemáticos. Sin embargo, a pesar de las especificidades que esta
cuestión suscita, los de Sabadell nos traen una propuesta triste y monótona que
podría desarrollarse en cualquier lugar y época. En la paupérrima escenografía
de Elisabet Castells, dominada por colores grises y paramentos sin encanto
alguno (muy propios de Sevilla, sí señor), solo destacan unas hiedras de
plástico y unas estatuas que se comen el espacio escénico. La única nota de
color sevillano la aporta el trapo rojo que cae sobre Don Juan para simbolizar
su muerte, y esta es precisamente inoportuna, pues no hay gota de sangre en el
helado deceso del personaje, de donde hubiera sido más propio un fundido a
negro o similar. Brilla por su ausencia la dirección escénica de Pau Monterde,
que tiene a bien dejar desamparados a los cantantes, atornillándolos durante
minutos eternos al escenario, que visualmente más parece una estática caja de música que una ópera en vivo.
Y pues de música hablamos, hay que expresar el descontento
general con el elenco de voces y su resolución, todas ellas fuera del menor
estilo mozartiano. Si Carles Pachón como Don Giovanni al menos cumple en lo
dramático, formulando un personaje con planta, canalla y graciosón, vocalmente
se ve mucho más limitado en fraseo y matices, aunque con astucia encubre sus
carencias y logra llegar hasta el final. En este sentido, peor suerte corren
Fernando Álvarez como Leporello (sin voz al final de la representación del
viernes: qué habrá ocurrido el sábado), que subraya mucho su vis de bufón, o
Maite Alberola (una Donna Elvira con terrible destemplanza en los agudos, cuyas
“agilidades” tardaremos mucho en olvidar). Tina Gorina como Donna Anna estuvo
más atinada, pero su instrumento carece de empaque y tiene un tono lacrimógeno
monocorde que empaña su deseada claridad y variedad de registros. Más o menos
lo mismo le ocurrió a César Cortés como Don Ottavio, que luce un timbre más
afortunado, si bien debe trabajar mucho su expresividad. Mar Esteve (Zerlina),
Xavier Casademont (Masetto) y Jeroboám Tejera (Comendador) cumplen sin mayores
exigencias, lo mismo que el Coro de Amigos de la Ópera de Sabadell. Desde el
foso, la Orquesta Sinfónica del Vallés se atuvo a su cometido, pero su
director, Daniel Gil de Tejada, no supo extraer el brillo mozartiano al
conjunto, que empezó con una obertura muy apagada y plana, para ganar
posteriormente en volumen conforme avanzaba la representación, no tanto en
sutileza.
Es necesario plantearse el retorno de la lírica a Cantabria.
Pero planteárselo en serio. Solo hay que mirar alrededor, tomar buenos y
asequibles ejemplos, y sentarse a planificar con juicio. Mientras tanto,
seguiremos jugando a las casitas.