Los años
pasan inexorablemente para todo y para todos. Ello incluye personas,
instituciones, proyectos, creaciones. Lo que hace cien años era novedoso ya no
lo es. Lo que hace 71 años nos asombraba ya no nos asombra. Una realidad que no
por enojosa debe soslayarse, ni procrastinar el momento de sentarse a
reflexionar sobre ella e incluso a plantearse la posibilidad de reformarla o
introducir en ella variables hasta entonces inéditas o incluso impensables.
Acaba de
cerrarse una nueva edición del Festival Internacional de Santander y tal vez
sea ocasión de revisar algunos de sus planteamientos de partida. No nos
engañemos: el Festival de hace 71 años no es ni debe ser el de entonces. Se
habla con frecuencia y no sin añoranza de los años de la Plaza Porticada, eludiendo
que, más allá de lo pintoresco del entorno, aquel lugar era terriblemente
incómodo, ruidoso y antimusical. En este instante en que algunos lectores se
estarán rasgando ya las vestiduras por proferir semejante herejía, hay que
recordar que nos encontrábamos en años muy duros aún de una deleznable
dictadura, y que tal circunstancia constituía un condicionante esencial. A
cambio, es verdad que aquellos años fueron tiempos de oro, en el sentido de que
pudo escucharse en esta ciudad a nombres muy importantes del panorama musical
internacional. Con todas sus taras, que eran muchas, el Festival tenía un sello
distintivo que lo hacía atractivo, dado que precisamente de su precariedad
emergía su singularidad. Luego fueron sucediéndose años funestos en manos de
una dirección cada vez más errática, con otros inconvenientes no baladís en los
que mejor será no entrar ahora.
Todo eso hoy
también es distinto. La oferta musical, en lo que se refiere a propuestas, a
diversidad y cantidad de intérpretes y repertorios, es afortunadamente igual o
superior a la que imperaba en aquellas décadas. Hay un respeto reverencial a
los nombres y registros de los años 50, 60 o 70 que no debería ser incompatible
con lo que se puede disfrutar en la actualidad con otras voces, otros
ensembles, otros directores, otras orquestas... y otros repertorios y públicos.
La
democratización de la cultura (gran falacia que encubre una paupérrima
divulgación) y su confusión con el espectáculo ha sido un fantasma que ha
recorrido no ya Europa, sino el mundo entero, y de ese arrastrar de feroces
cadenas somos todos víctimas. A ello se suma la cada vez más lamentable
formación impartida en los centros de enseñanza (sigo oyendo mientras escribo
estas palabras telas que se rasgan) y el desprecio generalizado que desde
ciertas instituciones políticas de dedica a todo lo relacionado con la Cultura
(con su consiguiente traducción crematística). En España esta situación resulta
especialmente grave: los recortes en inversión cultural han sido drásticos e implacables,
la Academia arrincona vilmente las enseñanzas relacionadas con las artes (música,
teatro… no aparecen por ningún sitio en los currículos), se banaliza y hasta se
ridiculiza el saber, se viaja más que nunca con provecho nulo, los idiomas son
una asignatura imposible para los españoles.
Por si esto
fuera poco, nos acomete una pandemia que recluye a todos en sus casas,
arrebatando o enervando las ansias de cultura de aquellos que, al menos con
anterioridad, eran habituales de los auditorios, teatros, museos… Con tal
excusa se reducen aún más los presupuestos, se exterminan las grandes
exposiciones que ya son solo sombra de una feliz pero lejana memoria, se
fomenta una cultura colaborativa en la que unos pocos se reparten lo muy poco
que hay que repartir.
Este es
parte del “material” con el que hoy hay que enfrentarse y tratar de trabajar
con él. ¿Y qué ocurre con el Festival Internacional de Santander en mitad de
esta voracidad? En este año ha causado cierta alarma la escasez de aforo
asistente a muchos de los espectáculos. ¿Significa eso que haya que hacer un
balance negativo del Festival o de su calidad? ¿Significa eso que este problema
se produzca en Santander y no en otros lugares? ¿Significa eso que las entradas
sean caras? ¿Significa eso que tengamos poco que ofrecer? ¿Qué significa, en
suma? Vamos a señalar algunas de las enfermedades crónicas del Festival por si
alguien quisiera escuchar y remediar (algo ciertamente difícil de lograr en
esta región, todo hay que decirlo).
Continuamos
con un formato anticuado de duración insostenible para una ciudad como
Santander: un mes de conciertos no hay quien lo resista en las circunstancias
actuales, por los motivos ya expuestos y por algunos más. Uno de ellos, y muy
importante: no ofrecemos nada en especial. El FIS vive a la sombra de lo que
ofrecen otros festivales: sin ir más lejos, la Quincena Musical Donostiarra,
frecuentemente con casi idéntico programa, a escasos kilómetros de Santander.
¿Nos jugamos los veraneantes a las tabas? ¿Qué ciudad tiene mejores hoteles o
restaurantes? El FIS ya no tiene identidad propia, ni internacional ni
nacional, hace muchos años que la perdió. Ocejo ya la devoró con sus
tejemanejes y así continuamos, en una política de supuesto ahorro que
finalmente nos asfixia. Aprovechar que un conjunto o un intérprete venga a San
Sebastián y haga un doblete en Santander (o viceversa) está bien, pero no se
puede construir un festival con esos mimbres. Y para colmo estos parches
tampoco nos benefician lo más mínimo: la entrada más cara para John Eliot
Gardiner en Donostia era de 60 euros, mientras que en Santander costaba 100. La
primera en la frente. Y no faltará quien intentará justificarlo; pero me temo
que con poco éxito. Será porque nuestra bahía es más bonita. O porque gran
parte de las butacas del Palacio de Festivales están desfondadas y al salir del
concierto te llevas un lumbago de propina, que gratis no ha de ser, faltaría
plus.
Para acabar
de rematar semejante desvarío, la programación del FIS es un solapamiento
constante. El invento de los Marcos Históricos, que es un invento del Maligno y
ahora diremos por qué, lo único que propicia es que grupos estupendos actúen a
70 u 80 km de Santander a horas inverosímiles (algunos a las 22 h) a la vez que
hay un buen programa en la Sala Argenta. No se puede traer a Nuria Rial a
Escalante y a Matthias Goerne a Santander el mismo día. No. Hay días que
coinciden hasta tres conciertos, uno en Santander y un par de ellos en los “marcos”,
es decir, en entornos terroríficos con una acústica espantosa en los que se
desperdicia talento a raudales, probablemente porque en muchas ocasiones suelen
ser ensembles de música antigua, a quienes se considera músicos de inferior
categoría o con mayores tragaderas. Una lástima. Aún estoy llorando por Cyril
Auvity, un cantante de primerísima línea, desgañitándose con un programa
maravilloso de barroco francés en el siniestro “marco” de Ajo. Tampoco en
Mazcuerras con las carpas (gran idea…) lo hacen mal. Pero no sigamos enumerando,
o sea, deprimiéndonos. Por no hablar de las penosas condiciones económicas que
se impone a los grupos que acuden a estos “marcos”, en las que por discreción
no entraré aquí aunque las conozco al detalle, y ponen los pelos como
escarpias.
¿Implica
todo esto que no hayamos disfrutado con varias veladas del FIS? Por supuesto
que no, ha habido noches muy buenas. Pero, ¿por qué hacemos estas cosas tan
raras que hemos venido describiendo? Pues porque no tenemos dinero. O mejor dicho:
porque no tenemos mucho dinero (una mayor implicación de las instituciones
aquí, más allá de la rancia foto de grupo, sería fundamental), y el que tenemos
lo distribuimos mal. Ahorramos en las notas al programa y en la decoración
vegetal de la Sala Argenta cuando podríamos recortar notablemente la duración
del Festival, permitirnos alguna ópera de vez en cuando, variar un poco el
elenco de artistas invitados y desperdigarnos menos. Podríamos construir un
Festival con una identidad musical propia, podríamos traer músicos y
espectáculos que nunca se han visto en Santander, investigar proyectos que en
otros auditorios logran atraer a público de diversas partes de Europa. Podríamos
establecer relaciones con el Centro Nacional de Difusión Musical y fomentar la
interconexión creativa entre diferentes disciplinas. Podríamos refrescar el
Palacio en todos los sentidos. Podríamos luchar, pues sería necio negar que hay
un movimiento generalizado de desafección de la cultura que no solo afecta a
nuestra Comunidad Autónoma, y ello precisamente implica un sobreesfuerzo. O
podemos continuar como hasta ahora y morirnos lenta y dolorosamente, confiando
en que nos rejuvenezca la sangre con que se bañaba Erzsébet Báthory.
¿Y qué
hacemos con el dinero que pueda sobrar de este sensato recorte? Pues una
programación sostenida durante los meses restantes del año, que no solo de
agosto y sus fastos vive el hombre (y la mujer). ¡¡Eso es imposible!! Pues no.
Si miramos hacia Oviedo, sin ir más lejos, vemos que es perfectamente posible.
Se acaba de presentar la programación del mercadillo de otoño en Palacio y ya
sabemos que vamos a sufrir. Qué innecesario. Menos mal que cuando comiencen a
llover las piedras sobre la autora de estas líneas estaré viendo teatro o
escuchando música no se sabe dónde.