Ah,
Santander y la ópera, la ópera y Santander. Ese amor aparentemente imposible,
al menos desde hace ya unos cuantos años. En esta edición 71 del FIS el Diario
Montañés ha querido promover una función que siquiera dejara en el público el
gusto de volver a paladear esa sensación tan bonita del espectáculo integral
que es la ópera. La opción escogida en esta ocasión ha sido una tímida
aproximación semiescenficada de Las bodas de Fígaro (advertencia previa:
sin coro, cuyas partes asumieron los solistas), esa genialidad de Mozart y Da
Ponte que te lleva de gozo en gozo y de sonrisa en sonrisa sin parar, porque
Mozart es un infinito. Marc Minkowski, ya conocido en el Festival de Santander,
con sus Musiciens du Louvre, reconocido maestro mozartiano –lleva dirigiendo y
grabando títulos de Mozart desde los 90–, fue el encargado de carnalizar el
deseo largamente contenido de los asistentes a la Sala Argenta –y seguimos sin
llenar, pero en un 25/30%– al especial “evento” (odiosa palabreja), que quiso
dedicarse a Teresa Berganza… más o menos porque sí. Quién no adora a Berganza
pero… dejémoslo ahí.
El caso es
que la cosa comienza con Minkowski entusiasta al frente de su ensemble. Son
muchos años ya oyéndolo, desde que hacía aquellas versiones deslumbrantes del
barroco francés, y continúa siendo un placer escucharlo. Tempi muy
vivos, claro, como es marca de la casa, pero todo en su sitio. Porque al final
Mozart no era un tipo cansino y apagado, sino un hombre vivaracho y juguetón, y
el maestro galo le tiene cogido ese perfecto punto al genio salzburgués.
En escena,
delante de la orquesta, vemos un sillón tan poco beato como agraciado, con un plaid
acanalado de funciones inesperadas (como luego comprobamos) y unos biombos no
muy afortunados. Era el momento culminante: iban a salir a escena los
cantantes. Fígaro y Susana aparecen con extraños indumentos. Muy extraños. Pero
cantan bien: el bajo-barítono Robert Gleadow, aparte de su potente presencia
escénica y capacidad dramática, se defiende con solvencia en su Fígaro,
delatándose, eso sí, sus carencias en los agudos mozartianos más
representativos. Arianna Venditelli realizó con gusto, bella coloratura y buena
proyección una Susanna cuya voz oscila entre la soprano lírica y la mezzo
ligera; sin duda, una de las mejores voces de la noche. El bajo Thomas Dolié con
su solidez y un tanto grotesco empaque hace un Conde acertado; no siendo su
timbre atractivo en absoluto, se desempeñó en cambio muy correctamente a lo
largo de toda la obra. Iulia Maria Dan, soprano de imponente aspecto muy a tono
con su papel de Condesa, entró fría pero fue creciendo a lo largo de la
representación, ganando en expresividad, volumen y modulación. La soprano
Chiara Skerath como Cherubino fue muy aplaudida y con razón: una emisión limpia
y un timbre muy resuelto y dulce al tiempo, aparte de una implicación actoral
muy notable, la convirtieron en uno de los caramelos de la velada. La mezzo
Miriam Albano en su papel de Marcellina fue una de las peores voces de la
noche, con un instrumento opaco, inexpresivo, plano, con unas agilidades que no
debió acometer jamás.
Hubo
momentos realmente singulares a lo largo de la representación: a Minkowski se
le desbarató ruidosamente el soporte de la partitura y tuvo que recomponerlo
sobre la marcha. En otro momento una partitura salió disparada al suelo y fue
hábilmente recapturada. En el entreacto el director cambió su camisa azul
marino de salida, que se estaba tornando húmeda y negra, por una graciosa
camiseta de manga corta con la que se le veía infinitamente más cómodo. El plaid
que antes mencionamos sirvió como elemento de enredo escénico y también para
enjugar el sudor de alguno de los cantantes –especialmente Fígaro–, dado que
suponemos que el calor en el escenario era más que notable.
En líneas
generales, todos los cantantes realizaron un esfuerzo ímprobo por ajustarse al
registro mozartiano y desempeñarse con gracejo actoral suficiente, algo que
lograron con creces. A nuestro juicio, hubiera podido mejorarse el penoso
vestuario y los espeluznantes artilugios de atrezzo. Pero, sobre todo, debió
preverse un mayor y mejor espacio para la representación prevista por Romain
Gilbert, pues los cantantes se hallaban literalmente al borde del abismo.
Orquestalmente,
el sonido fue magnífico, y los instrumentos absolutamente acordes con la época
de la obra interpretada. La aterciopelada cuerda de Les Musiciens no necesita
presentación, es única, y fue asimismo un auténtico placer divisar ese
maravilloso pianoforte que tannnn bien tocó Maria Shabashova. El espléndido
equilibrio entre voces y orquesta fue un mérito absoluto del maestro Minkowski;
muchos directores (obviemos nombres) deberían pasar unas semanas con él para
aprender ese arte tan intangible como necesario.
Frescura y
atrevimiento son, tal vez, los adjetivos que mejor podrían definir el montaje
que anoche presenciamos. Y además intuyo que por un presupuesto razonable. No
fue un Mozart canónico, qué duda cabe, y hubo carencias, claro está; habrá
puristas con garbanzos en los zapatos haciendo penitencia por el alma de
Minkowski a estas alturas: lo sabemos. Pero lo que no puede negarse al director
galo y su propuesta es inteligencia, entusiasmo y trabajo duro. Algo que no es
tan fácil de encontrar, oigan.