En la noche del jueves asistimos a la segunda jornada de la Orquesta de Cámara de Lausana, dirigida (ya desde hace un año) por el violinista Renaud Capuçon. Si la noche del miércoles fue absolutamente mendelssohniana, en cambio al día siguiente el programa adqurió un sesgo muy diferente, dedicado a Prokofiev (Sinfonía Clásica núm. 1 en Re Mayor, op. 25), Berlioz (el concertante Rêverie et caprice para violín y orquesta), Ravel (su célebre y virtuosa rapsodia Tzigane y su suite orquestal Ma mère l’oye) y Fauré (con su muy conocida y bella suite orquestal Pelléas et Mélisande, op. 80).
En la primera parte del programa se trasladó la rapsodia
raveliana al final. El público fue advertido de ello inesperadamente por una
voz remota, débil y vacilante que hubiera obtenido más atención si el aviso se
hubiera realizado con mayor contundencia y en el momento oportuno, no cuando
las luces están encendidas y aún faltan minutos para el comienzo del concierto,
con lo que muchos espectadores estaban hablando entre sí, como es natural, y no
se enteraron de la modificación. De modo que esta circunstancia, unida a la
peculiar manera de dirigir de Capuçon, causó algún despiste entre el respetable
a la hora de seguir el programa. Y es que el músico francés metió la sexta
durante toda la primera parte de la noche, llevándonos despeinados y a toda
velocidad por carreteras de montaña; y no solo a nosotros, pues a los miembros
de la orquesta (gran orquesta, por cierto, de precioso sonido) también les
escaseaba el resuello para seguir la acelerada e implacable batuta del de
Chambéry, de premioso fraseo y por ello mismo no todo lo refinado que
hubiéramos deseado. Únicamente cuando el director se “volvía a sus corderos”
(por usar la feliz expresión del Quijote), esto es, cuando se entregaba por
entero a su violín, nos conducía hacia una senda de innegable felicidad.
Capuçon domina totalmente sin aspaviento alguno su Guarneri del Gesù “Panettte”
y lo dejó bien claro en la conmovedora aria para Teresa que nunca formó parte
de la ópera Benvenutto Cellini de Berlioz y, por supuesto, en la rapsodia
Tzigane, que es un auténtico autohomenaje para un violinista de altura y un
artesano del arco. Sabedor de los aplausos que iba a arrancar, el francés ya
traía preparada una propina preparada: la Meditación de Thaïs de Massenet, en
exquisito diálogo con el arpa.
La segunda parte del programa se atuvo a lo previsto y
Capuçon “moderó sus naturales ímpetus”, demasiado bruscos, por una soltura más romántica
y elegante. Fauré así lo exige y lo cierto es que bajo su dirección los de
Lausana nos proporcionaron un tapiz delicioso de colores sutiles y exóticos
para esta obra maestra del simbolismo y la evanescencia. La simpática obra de
Ravel Mi madre la oca fue también ejecutada en cuadros bien diferenciados
donde se apreció la languidez, la transparencia y la intimidad, también algunas
de las amenazas de traidor encantamiento agazapadas en algunas de las escenas,
para terminar en una bonita efusión orquestal muy bien concertada.
La noche se cerró con una nueva propina, la hermosa La
chanson de nuit de Elgar, ante los reiterados aplausos del público.