Jephte,
basado, como es sabido, en el “Libro de los Jueces” del Antiguo Testamento,
supone una narración del terrible texto bíblico a cargo de los solistas y el
coro mientras que la orquesta se reduce a la sección de cuerda y continuo. La
historia de Jephte está recorrida por el espíritu de la Antigua Grecia: la
tragedia a la que el hombre ambicioso, en su hybris, debe plegarse a la
desdicha que le depara el fatum. El trueque de la hija por la victoria obtenida
en la batalla “es un dolor que nunca muere”, como Esquilo decía. La ejecución
de Gardiner y los suyos es tremenda: el alto narrador exhibe un timbre
bellísimo y poderoso, implacable ante la dureza de los hechos por venir. El
padre tenor pasa del regocijo a la aflicción con inapelable hondura. La soprano
seleccionada de entre las bellas pares del coro nos conmueve con una voz
etérea, de bellos pianissimi, grácil como un ave, libre de molestos vibratos.
Su tragedia personal –morir virgen y sin hijos– logra realmente conmovernos. El
conjunto del coro final (“Plorate filli Israel, plorate omnes uirgines…”)
resulta en los gestos de Gardiner y en las voces del Monteverdi de tal
intensidad que hace saltar las lágrimas.
Frente a la
sentimentalidad delicada de la hija sumergida en la mors immatura se eleva
la bravura veneciana que Scarlatti otorga a la Madre de Cristo. Su Stabat
Mater está escrito cien años más tarde en un tono meditativo y claramente
destinado al uso litúrgico, y por ello la composición se estructura
perfectamente en siete secciones, que varían de una a cinco estrofas. No
obstante, en este singularísimo Scarlatti predominan las formas perfiladas y
exquisitas del siglo XVI, con sinuosas melodías polifónicas en un tapiz de
contrapunto, aun sin renunciar a primeros planos muy contundentes, diríamos
napolitanos, de las voces. La última parte, triestrófica, contrasta en gran
medida con los tramos anteriores debido a las fugas danzantes que abren y
cierran este tramo y que son más acordes con su siglo. El Coro Monteverdi lo
mismo nos deslumbra con la delicadeza de sus solistas que con los
extraordinarios volumen y empaste de sus partes a tutti (aunque quizá aquí se
hubiera agradecido una mayor apertura en la colocación del coro), y así ocurrió con este Stabat
Mater que dio paso a unos minutos de descanso.
Bien mereció
la pena el regreso a la Sala Argenta para escuchar las deliciosas Musikalische
Exequien del maestro de capilla de Dresde. Escuchar a Schütz implica un retroceso
en el tiempo y un desplazamiento espacial: el compositor alemán había estudiado
en Venecia precisamente con Gabrieli, y ello se refleja no sin opulencia,
paradójicamente, en esta misa de réquiem. La severidad de la ocasión, las exequias fúnebres del príncipe
Heinrich II Posthumus Reuss de Gera, coincidía con los años finales de la
Guerra de los Treinta Años, que arrojaron especial trascendencia sobre la idea
de la vida y la muerte, en lo musical y en lo personal. Las diferentes
disposiciones del coro previstas por Schütz para su obra son escrupulosamente respetadas
por Gardiner, y además muy bien resueltas: qué bonito e intenso el diálogo del
segundo motete de la obra. Específicamente emocionante, sin embargo, es el
tercer movimiento (el motete “Herr, wenn ich nur dich habe”, a cinco partes),
en que se alcanza finalmente el cielo y quedan reverberando en el aire los ecos
de esa maravilla bachiana que sobrevendrá posteriormente, su Actus Tragicus.
El
acompañamiento instrumental fue relativamente escueto, dado el carácter profundamente
vocal del programa: laúd, viola da gamba y contrabajo, perfectamente
entretejidos con el continuo (arpa, órgano, clave).
El
entusiasmo del público hizo posible que Gardiner ofreciera de propina un bello Monteverdi
extraído de su Selva Morale. El magnífico concierto regaló a los asistentes
un periodo de aislamiento y espiritualidad muy necesarios en estos tiempos
convulsos, en que la reivindicación de la emoción parece una enseña sumamente
necesaria.