LAS TRES FACETAS DE LA EMOCIÓN

 


Ha comenzado con el mes de agosto la 71 edición del Festival Internacional de Santander, y hay que decir que este inicio no ha podido realizarse con mejor pie. Un concierto excepcional y bellísimo a partes iguales deleitó al auditorio asistente a la Sala Argenta –lamentablemente cubierta tan solo en sus tres cuartas partes– con un programa y un elenco de lujo. Contar con John Eliot Gardiner para una jornada inaugural es un privilegio, máxime si se encuentra bien arropado, como es costumbre, por el Coro Monteverdi y por los English Baroque Soloists. Poca cosa podrá parecer esta a los amantes de los espectáculos con demasiados músicos o algaradas en escena, pero lo cierto es que Gardiner y los suyos aportaron sobrada plenitud al escenario de la Argenta y, además, tuvieron a bien regalarnos un programa muy bien escogido a la par que interpretado. En concreto, tres piezas no fáciles de oír en los circuitos habituales: el oratorio Jephte de Giacomo Carissimi, flor rara donde las haya; el Stabat Mater de Domenico Scarlatti, inusual obra sacra del compositor infinitamente más conocido por su deslumbrante música para teclado; y las Exequias Musicales de Heinrich Schütz, réquiem alemán transido de influencias italianas. Al tiempo de su singularidad, el programa encierra una extraordinaria inteligencia por varios motivos: aparte de ser obras de una temática común (religiosa, ya católica ya protestante), son obras que además rescatan en diferentes ámbitos y ambientes el espíritu de la emoción que iniciaran músicos de la talla de Monteverdi y Gabrieli, consagrados a la traducción de la pureza de la emoción humana. Lejos aún del concepto visualmente espectacular del Barroco pleno, los mencionados Monteverdi o Gabrieli y sus epígonos caminan sobre el incierto pero maravilloso hilo de araña que se teje en ese tránsito del fin del Renacimiento al inicio más prístino y delicado del Barroco. El programa, además, encierra otro aspecto esencial: Italia y, en gran medida, Venecia.

Jephte, basado, como es sabido, en el “Libro de los Jueces” del Antiguo Testamento, supone una narración del terrible texto bíblico a cargo de los solistas y el coro mientras que la orquesta se reduce a la sección de cuerda y continuo. La historia de Jephte está recorrida por el espíritu de la Antigua Grecia: la tragedia a la que el hombre ambicioso, en su hybris, debe plegarse a la desdicha que le depara el fatum. El trueque de la hija por la victoria obtenida en la batalla “es un dolor que nunca muere”, como Esquilo decía. La ejecución de Gardiner y los suyos es tremenda: el alto narrador exhibe un timbre bellísimo y poderoso, implacable ante la dureza de los hechos por venir. El padre tenor pasa del regocijo a la aflicción con inapelable hondura. La soprano seleccionada de entre las bellas pares del coro nos conmueve con una voz etérea, de bellos pianissimi, grácil como un ave, libre de molestos vibratos. Su tragedia personal –morir virgen y sin hijos– logra realmente conmovernos. El conjunto del coro final (“Plorate filli Israel, plorate omnes uirgines…”) resulta en los gestos de Gardiner y en las voces del Monteverdi de tal intensidad que hace saltar las lágrimas.

Frente a la sentimentalidad delicada de la hija sumergida en la mors immatura se eleva la bravura veneciana que Scarlatti otorga a la Madre de Cristo. Su Stabat Mater está escrito cien años más tarde en un tono meditativo y claramente destinado al uso litúrgico, y por ello la composición se estructura perfectamente en siete secciones, que varían de una a cinco estrofas. No obstante, en este singularísimo Scarlatti predominan las formas perfiladas y exquisitas del siglo XVI, con sinuosas melodías polifónicas en un tapiz de contrapunto, aun sin renunciar a primeros planos muy contundentes, diríamos napolitanos, de las voces. La última parte, triestrófica, contrasta en gran medida con los tramos anteriores debido a las fugas danzantes que abren y cierran este tramo y que son más acordes con su siglo. El Coro Monteverdi lo mismo nos deslumbra con la delicadeza de sus solistas que con los extraordinarios volumen y empaste de sus partes a tutti (aunque quizá aquí se hubiera agradecido una mayor apertura en la colocación del coro), y así ocurrió con este Stabat Mater que dio paso a unos minutos de descanso.

Bien mereció la pena el regreso a la Sala Argenta para escuchar las deliciosas Musikalische Exequien del maestro de capilla de Dresde. Escuchar a Schütz implica un retroceso en el tiempo y un desplazamiento espacial: el compositor alemán había estudiado en Venecia precisamente con Gabrieli, y ello se refleja no sin opulencia, paradójicamente, en esta misa de réquiem. La severidad de la ocasión, las exequias fúnebres del príncipe Heinrich II Posthumus Reuss de Gera, coincidía con los años finales de la Guerra de los Treinta Años, que arrojaron especial trascendencia sobre la idea de la vida y la muerte, en lo musical y en lo personal. Las diferentes disposiciones del coro previstas por Schütz para su obra son escrupulosamente respetadas por Gardiner, y además muy bien resueltas: qué bonito e intenso el diálogo del segundo motete de la obra. Específicamente emocionante, sin embargo, es el tercer movimiento (el motete “Herr, wenn ich nur dich habe”, a cinco partes), en que se alcanza finalmente el cielo y quedan reverberando en el aire los ecos de esa maravilla bachiana que sobrevendrá posteriormente, su Actus Tragicus.

El acompañamiento instrumental fue relativamente escueto, dado el carácter profundamente vocal del programa: laúd, viola da gamba y contrabajo, perfectamente entretejidos con el continuo (arpa, órgano, clave).

El entusiasmo del público hizo posible que Gardiner ofreciera de propina un bello Monteverdi extraído de su Selva Morale. El magnífico concierto regaló a los asistentes un periodo de aislamiento y espiritualidad muy necesarios en estos tiempos convulsos, en que la reivindicación de la emoción parece una enseña sumamente necesaria.