Tras la variada programación que se ha marcado el Festival Internacional de Santander en esta 71 convocatoria, con propuestas y autores más heterogéneos que en ediciones anteriores, se ha dado cierre con un programa surtido a cargo de la Orquesta Filarmónica Checa, bajo la batuta de Semyon Bychkov, que ya habían intervenido en la jornada previa con una jornada mahleriana. En la noche de clausura fueron Antonín Dvorák con la Obertura Carnaval, op. 92, Bohuslav Martinu con el Concierto para dos pianos y orquesta, H. 292 y Leos Janácek con su espectacular y celebrativa Misa Glagolítica los protagonistas.
La Obertura de Dvorák se resolvió con firmeza y seguridad, como corresponde a la pieza, aun
con sus momentos de lirismo. El director quiso dejar claro con ella que nos encontrábamos
ante una gran orquesta (en efecto, lo es), aunque nos chocó un poco su
inclusión un tanto descontextualizada en el programa, más allá de su carácter
festivo, que se vio subrayado por la casi excesiva contundencia con que se
desarrolló.
Siguió a
este jacarandoso comienzo una pieza mucho más delicada, el Concierto para dos
pianos y orquesta de Martinu, con intervención de las hermanas Labèque (como
curiosidad, apuntaremos que Marielle Labèque y Semyon Bychkov están casados). Las Labèque han tocado juntas en innumerables ocasiones y se nota, pues su
compenetración es máxima. La obra de Martinu es elegante pero compleja. Costó
encontrar el ensamblaje entre pianos y orquesta en los primeros compases, y los
momentos intimistas se vieron un poco cubiertos por el volumen de la orquesta,
que lamentablemente les restó protagonismo. En cambio, resultaron muy bonitos
otros pasajes, como los delicados arpegios del “allegro”. Las hermanas, con su
sempiterno aspecto, fueron muy aplaudidas por el público, al que obsequiaron
con una sentida versión pianística a cuatro manos de “El jardín encantado” de
Ravel (que justamente habíamos escuchado en versión orquestal días antes);
breve y muy bonita.
En el fin de
la fiesta se esperaba con expectación el desarrollo de la Misa Glagolítica de
Janácek, pieza singularísima que a pesar de su nombre tiene poco de religioso y
mucho de exaltación de la naturaleza y de los prístinos orígenes eslavos. De
ella escribió el propio compositor: “La fragancia de los bosques que rodean
Luhačovice era incienso. La iglesia era el dosel gigante del bosque, los cielos
con grandes arcos y la niebla se extiende más allá. Las campanas de un rebaño
de ovejas sonaron para significar la transformación de la Hostia. En el solo de
tenor escuché a un sumo sacerdote, en el solo de soprano a un ángel femenino,
en el coro a nuestro pueblo. Las velas son altos abetos del bosque con
estrellas para sus llamas”. No debe extrañar por ello su particular disposición
y el protagonismo que concede a los metales, muy brillantes en el conjunto
checo. Bychkov la condujo con batuta y a ratos sin ella, en los momentos más
tenues, como en los pasajes con destacada intervención de las magníficas
cuerdas, excelentemente dirigidas. Nos gustó mucho también el desempeño del
órgano, aunque no entendemos por qué estaba amplificado.
Desde el
punto de vista vocal, la Misa funcionó bastante peor. Los solistas no
estuvieron a la altura deseada: la soprano Dobraceva mostró un instrumento
demasiado gutural y excesivo vibrato y el tenor Briscein exhibió un timbre muy
poco grato, estridente hasta límites insoportables. La mezzo Hilscherová y el
bajo Martiník no nos dejaron la menor huella en sus breves intervenciones. En
cuanto al Orfeón Donostiarra… persiste la formación en sus grandes defectos de
siempre: falta de empaste, ausencia de musicalidad y afinación, descontrol en
la proyección. No nos sorprende, pero no por saberlo nos agrada. Resultó demasiado evidente el
desfase entre la extraordinaria calidad de la orquesta y la precariedad vocal
en la ejecución de la magna obra.
Así pues, en
la clausura del Festival fue de agradecer que se abordara un programa atrevido
y diferente, a pesar de sus también desiguales resultados.