RIGOLETTO LOW COST

Este fin de semana ha tenido lugar en la Sala Argenta del Palacio de Festivales uno de los acontecimientos seguramente más esperados por el público: el retorno de la lírica a la programación, y más en concreto, de la «gran lírica», si se permite la expresión, pues lírica y zarzuela ya hemos presenciado en esta temporada. Nos referimos, claro está, a las óperas maestras o más queridas de los grandes autores clásicos del repertorio.
En ese deseo legítimo de aspirar a lo más alto puede encerrarse la desdicha de la precipitación, ese «más dura será la caída» que resulta más obvia cuando acometemos un capolavoro como el Rigoletto verdiano, muy bien conocido por el respetable a todos los niveles. Vivo aún en nuestra memoria el excelente montaje que unos cuantos años ha protagonizó Carlos Álvarez en el mismo escenario, aterriza en Santander la propuesta de la Fundació Òpera a Catalunya, que posee la gran virtud y al tiempo el gran problema de intentar hacer mucho con poco. Sabemos que, parafraseando al sabio oriental, vivimos tiempos más difíciles que interesantes, y en consecuencia es complicado en este momento presentar un gran montaje con grandes voces, o al menos con voces medianamente atractivas. Así pues, podemos llegar a sacrificar algunos aspectos de un espectáculo total como es la ópera, siempre que sobrevivan algunos de los esenciales. Ese kit de subsistencia, la verdad sea dicha, se ha echado en falta en este Rigoletto, del que ha sido responsable escénico Carles Ortiz, quien no ha brillado precisamente por su dirección ni por la elección de vestuario. Cantantes estáticos como estatuas de sal, coro con mohínes de revista y correteando en total desorden en escena y decorados previsibles y paupérrimos cuyas transiciones a telón cerrado se hacen eternas para tan escueto resultado, se unen a un popurrí en el vestuario que, aparte de demostrarnos que los saldos llegaron con adelanto a los grandes almacenes en este año, alardea de un extraño pendulear de la máquina del tiempo, pues unos iban de 2022 y otros de 1800 y otros aún de no se sabe cuándo. Una lástima, realmente, lo que no ha hecho Ortiz con esta ópera, pues es lo suficientemente rica y contrastada en ambientes como para haber exprimido más esa vertiente visual, sin necesidad de condenarnos a pasar media noche mirando una desolada pared.

No obstante estos asuntos no menores, lo importante del plato era la música, y en este aspecto hubo un peu du tout. Si en el foso la Orquesta Simfònica del Vallès, bajo la batuta bastante atinada de Daniel Gil de Tejada, «cumplió normas» con bastante corrección, detectándose además un esfuerzo notorio por acompañar y ayudar a los cantantes, no asfixiándolos y subrayando los pasajes más delicados, en escena las voces resultaron muy desiguales y, en líneas generales, poco satisfactorias. El mejor, sin duda, aun en su duro papel, fue el barítono Luis Cansino como Rigoletto, que se esforzó en dar expresividad a su personaje tan contradictorio y sostuvo un fraseo adecuado a lo largo de la representación, si bien resultó más convincente en sus intervenciones lacrimógenas que en las audaces en la corte; despuntó especialmente en el tercer acto, donde se creció y desplegó sus mejores capacidades, evidenciando que goza de una buena proyección en la parte alta y sobre todo en la central. Irregular pareció el tenor Antoni Lliteres en su papel de Duque de Mantua (en realidad una figura real censurada, cuyos vestigios perduran en el libreto de Piave) tiene un instrumento bonito, con un potente y abierto registro central y una gran proyección que precisan ser domesticados, al igual que su entonación, sorprendentemente deficiente en ocasiones; le falta elegancia en el fraseo y trabajo del matiz, pero tiene interés y es una voz con un prometedor recorrido. La Gilda de la soprano Elisa Vélez fue una de las torturas de la noche, con alaridos extemporáneos, transiciones carentes de la menor técnica y un registro bajo inaudible; su expresividad se limitó al lloriqueo en escena, sin transmitirnos la menor emoción por su tragedia personal. Frente a los gritos de Gilda hubo que aguzar el oído ante los susurros de la mezzo Anna Tobella, una Maddalena apagada que, sin embargo, se desenvolvió con gracia actoral en escena. Jeroboám Tejera se desempeñó como bajo eficaz, sin grandes alardes pero con la necesaria vis siniestra que su papel de Sparafucile demanda. El Coro de Amigos de la Ópera de Sabadell funcionó con solidez y bien empastado, aunque deberían pulir su italiano, concentrarse un poco en su decoro escénico y levantarse en huelga ante su vestuario.

El público de la Sala Argenta, prácticamente llena, agradeció tal vez con excesivo entusiasmo la representación, con frecuentes interrupciones y no siempre oportunas ovaciones en las arias más conocidas de la obra. Hemos de decir, en cambio, que si bien está que se abra los brazos al retorno de la pródiga lírica, esperamos que las próximas entregas estén un poco más cuidadas. Es posible lograrlo. Es posible.

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