Qué fácil es amar a Shakespeare. Y qué difícil desentrañar
sus meandros. He visto muchos Shakespeares en mi vida; todos tan distintos. Una
señal inequívoca de que estamos ante un grande, ante un enorme, porque admite
casi todo lo que le echen: algo que solo pasa con los que trascienden los
límites de lo humano, como ocurre en la música con Bach.
Este fin de semana hemos asistido en la Sala Argenta del
Palacio de Festivales a una peculiar reconstrucción de la totalidad de las
tragedias “reales” (de reyes) de Shakespeare. No es poco reto. El osado:
Calixto Bieito. A estas alturas, con su rodaje y experiencia, lo mismo en
teatro que en ópera, no debería extrañar a nadie que Bieito planteara alguna
excentricidad. En este caso, el director nos propone en Reino un espacio absolutamente
blanco con apariencia de frenopático por el que van desfilando en una suerte de
última cena, en un sofá Chesterton, en una vitrina de carnicería y en un remedo de sala de teatro de Ikea los reyes que se van sucediendo desde al
ascenso al trono de los Lancaster hasta su enfrentamiento con los York en la
Guerra de las Dos Rosas (no faltan un siniestro torturador y un simpático
descuatizador). Como no podía ser de otro modo, esa sucesión es violenta,
cruenta, repugnante… como la propia historia que relata. Porque no nos
engañemos; dejando a un lado algún exceso irónico, Bieito no muestra en escena
nada que no haya formado parte de la Historia de Inglaterra: asesinatos,
traición, infamia, corrupción, relaciones familiares repulsivas. Todo ello
contrasta con una pantalla en la que al fondo se muestra el partido de fútbol
entre Inglaterra y Alemania del año 1966, en que resulta victoriosa la pérfida
Albión y en que se aprecia –nueva ironía—la majestuosa presencia de la reina
actual, como ajena a todo el horror que la precede.
Las deserciones de la Sala Argenta fueron numerosas, algo que
particularmente no logro entender demasiado bien, a estas alturas en que tan
solo con ver el telediario presenciamos escenas infinitamente más vomitivas (y
además manipuladas). Con independencia de que el hilo del montaje resultara un
tanto confuso a quienes no estén excesivamente familiarizados con la obra de
Shakespeare –en realidad, lo que hace Bieito es mezclar algunos de los
monólogos más brillantes de las obras del Bardo con aportaciones propias o
incluso de los actores mismos, como es obvio en el caso de José María Pou, lo
que transforma el texto en una producción original, no estrictamente shakespereana–,
la propuesta es lo suficientemente atractiva y provocadora como para
presenciarla en su totalidad (además, su duración es tan dinámica que se pasa
en un suspiro).
Probablemente, más allá de su texto, confuso por momentos, el
gran logro de la obra sea su sustento actoral. El elenco es magnífico: Joseba Apaolaza, Lucía Astigarraga,
Ylenia Baglietto, Ainhoa Etxebarria, Miren Gaztañaga, Iñaki Maruri, Koldo
Olabarri, Lander Otaola, José María Pou, Eneko Sagardoy y Mitxel Santamarina se
salen. Todos. Y por eso es de justicia citarlos a todos. Tanto ellos como el
limonero que preside la escena reparten ácido en cantidad a los espectadores.
Un poco de escozor de vez en cuando puede sentar bien en estas tierras.