En breves días va a producirse en
Santander un acontecimiento musical que aguardamos con expectación: el regreso
de la ópera a la programación del Palacio de Festivales. No sabemos si el
dispendio se debe al año de autocelebración en que el Palacio se encuentra
inmerso o si, por el contrario, hay una intención real de reanudar, siquiera
tímidamente, la temporada lírica —con varios títulos en cartel— que años ha era
costumbre disfrutar en mayor o menor medida en estos escenarios. El montaje
escogido es un título señero y popular: un Rigoletto —un Verdi siempre
convoca— que proviene de la Fundación Ópera de Cataluña. La curiosidad por sus
logros podremos resolverla en las tardes del viernes y el sábado de la próxima
semana.
La ciudadanía santanderina más
melómana —o al menos más aficionada a la ópera— venía clamando por el regreso
de la ópera al auditorio de la ciudad, género que un mal día desapareció
súbitamente de la temporada estacional habitual y asimismo del Festival
Internacional de Santander, escudándose ambos en problemas de índole
crematística. Nunca se comprendieron muy bien tales razones, pues en ciudades
muy próximas —Oviedo y Bilbao, para más señas— la ópera prosiguió su
desarrollo, incluso en tiempos tan duros como el año 2021, recién emergido de
las alevosas castraciones económicas perpetradas contra la cultura por causa
supuestamente del COVID, ese virus que ha servido a algunos para tantas cosas
y, lamentablemente, todas malas.
Quienes seguimos los montajes
operísticos con frecuencia y nos vemos obligados a viajar para poder
presenciarlos sabemos que las cortapisas económicas encuentran una solución
cuando una voluntad real de implicación existe. De Oviedo, ciudad con una
programación envidiable en materia musical en todos los géneros y épocas imaginables
(solistas, cámara, orquestas, ópera… desde la música antigua a la contemporánea),
hay que subrayar el arraigo de una tradición musical que Santander siempre
también se ha atribuido pero que en realidad no es tal. La existencia de un
Festival Internacional que dura en torno a un mes, en verano, en inexplicable y
absurda confluencia de espectáculos, foros y festejos varios, no justifica en
absoluto la pobreza generalizada de la programación que tiene lugar durante el
resto del año. Pobreza que, por otra parte, encuentra su correlación en el
hecho de que los conciertos programados causan vergüenza precisamente por la
escasa afluencia de público, al pensar en lo que sentirán los artistas que
salen a escena y presencian ante sí una lánguida sala plagada de butacas
vacías. Nada que ver con las citas que se producen en las ciudades limítrofes
ya mencionadas, con óperas programadas regularmente y con conciertos de extraordinaria
calidad, con aforos completos y con entusiasmo palpable entre el público
asistente.
Santander, aún Atenas del Norte
para algunos desnortados, se sube también tarde al tren-parche por el que han
optado en los últimos tiempos algunos auditorios—incluidos los grandes
auditorios, como el Teatro Real— para paliar en todo o en parte la desaparición
de la ópera de sus programaciones: me refiero a la versión concierto o versión
dramatizada que, como es lógico, solo encuentra sentido cuando se aborda por
conjuntos de reputada solvencia y solistas carismáticos o muy competentes. La
desaparición forzosa y/o forzada del componente escénico, según casos y bolsas,
se ha resuelto con fortuna desigual en este tipo de propuestas, pero lo cierto
es que al menos estas versiones permitían continuar disfrutando en vivo de
títulos del repertorio muy amados por sus seguidores y, en ocasiones, rescatar
joyas cuyo montaje en tiempos de la añorada normalidad hubiera sido dudosa
(estoy pensando, por ejemplo, en la preciosa y exquisita versión de la
purcelliana The Fairy Queen, a cargo del prestigiosísimo ensemble Vox
Luminis, que pude presenciar en Oviedo en su programación de temporada, hace
aproximadamente un mes, y que tal vez hubiera sido impensable en, verbigracia,
2018).
¿Por qué Santander se empeña en
relegar la ópera al mundo de los sueños? Hay explicaciones, por supuesto, pero
son incómodas de formular: ya sabemos que al crítico, como al mensajero, todos
lo quieren matar. Es ingrato portar malas noticias, sobre todo cuando remiten a
políticas escasamente sensibles con la cultura, a programadores que ni están ni
se les espera o a una declarada incapacidad de colaborar con otras comunidades
autónomas para tener acceso a artistas de primera línea por precios asequibles.
El Rigoletto de la próxima semana lleva años haciéndose esperar y suponemos
que, al menos por este motivo, habrá lleno en el patio de butacas de la Sala
Argenta. Veremos lo que pasa.
En cuanto al Festival
Internacional de Santander, este año se decide al fin a traer una versión
concierto dramatizada de unas Bodas de Fígaro bajo la batuta de Marc
Minkowski, por la que nuestra curiosidad —dicho sea con todo respeto— es aún
mayor que por el cercano ‘Rigoletto’, a la vista del marco y del elenco de
voces seleccionado. En la ya larga trayectoria del «nuevo FIS», sucesor del
«barco emblemático» y un tanto achacoso de José Luis Ocejo, la ópera ha estado
desaparecida, a pesar de que llevamos varios años escuchando en los balances
augústeos que la situación deficitaria en que el eminente predecesor había dejado
al Festival estaba ya amortizada, que los llenos absolutos se prodigaban y que
el optimismo campaba por sus fueros en el bello y nunca bien ponderado edificio
de Sáenz de Oiza. Este año nos toca un semi-Mozart, aunque creemos que existen
opciones suficientes para abordar de una vez por todas un título operístico de
inicio con todos sus ropajes, como era costumbre ab urbe condita. Por el
momento, toca seguir en la estación como Penélope, meneando el abanico para
invocar al amante que en su día partió con la promesa incumplida de volver.