GOLEMTURA


En este fin de semana se ha podido asistir a una de las obras de Juan Mayorga que se representarán en la programación del Palacio de Festivales de esta temporada: El Golem, texto que cuenta ya con algunos años a las espaldas pero que ha sido reescrito o retocado por su autor para la ocasión, transcurrida la pandemia, y así puesto a disposición de Alfredo Sanzol para su dirección en las tablas. En principio el tándem Mayorga-Sanzol es atractivo, pues ambos han estado en el centro de varias obras de sumo interés. También es cierto que Mayorga es un autor muy irregular: es un dramaturgo que puede ser tremendamente fino, certero y elegante (La lengua en pedazos), y al tiempo un autor desorientado que se enreda en sus propias madejas que, por otra parte, siempre suelen ser las mismas (El cartógrafo, El mago…). Mayorga es un autor obsesionado de forma evidente por los meandros del lenguaje y su influjo sobre el ser humano. El tema ni es original ni es nuevo. Esa obsesión probablemente sea atávica, pues in principio erat uerbum, pero en todo caso fue desentrañada con exquisitez infinita, y creo que aún no igualada, por los austriacos de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Mayorga añade unos polvitos de aquí y allá para hacer parecer su guiso más particular: un poco de Jean Paul, un poco de Borges, un poco de Spinoza… Sus personajes reaparecen incesantemente: el matemático, el cartógrafo… A ellos se ha unido esta vez el Golem, cuya tradición es añeja y es múltiple, fundiendo ciencia-ficción, judaísmo, palabras mágicas… 
A Mayorga le encantan estos potajes, y unas veces los resuelve mejor que otros. Con El Golem se le ha ido la mano en el tiempo de cocción. Lo que nos cuenta en más de dos horas lo podía haber resuelto en hora y cuarto: nos hubiera ahorrado cinco o seis repeticiones de texto que se suceden al comienzo de la obra, el mensaje hubiera sido el mismo, la inquietud sugerida hubiera sido idéntica, no hubieran sido precisos tantos cambios de paneles en escena para acabar en lo que ya sabíamos que todo iba a acabar. Incluso la propia traumática mutación de Felicia en escena se reitera en un alargamiento innecesario. Los que nos dedicamos a la escritura y la poesía conocemos el poder genésico, salvador, destructor, embaucador, transformador… de la palabra. Mayorga nos habla de ello y lo entendemos. El problema no es, como he leído en algún sitio, que por su densidad el texto no se pueda seguir por el espectador: el problema radica en que el texto se repite, mucho, y la repetición aburre. En realidad, el texto es tan sencillo como su mensaje. No hay suspense ni hondura ni conmoción. No es un Beckett. Por otra parte, el breve alegato final, desgajado de la obra, suena impostado; se aprecia perfectamente que es un retal añadido al calor de los sucesos de los últimos telediarios. 
Hay que encomiar la actuación de Vicky Luengo (Felicia), que claramente lleva el peso de la obra e intenta insuflar emoción a las largas parrafadas que le endosan. Elena González (Salinas) se pasea sin más en su extraño papel de traductora que no traduce y Elías González (Ismael) hace en escena poco más que una maleta. La propuesta de Alejandro Andújar y Pedro Yagüe (escena e iluminación) es obstinadamente oscura, a tono con la música de Fernando Velázquez. En suma: una obra interesante de Mayorga en la que más que espectadores somos ratas de laboratorio. Esperemos que en la siguiente por venir –Silencio– nos evitemos los experimentos.