SONATAS EN DESCAPOTABLE


Dentro del ciclo de Jueves Clásicos del Palacio de Festivales de Cantabria, en su Sala Pereda, se ha podido asistir esta semana a la propuesta que se ha realizado con la joven intérprete jamaicana de padres cubanos Ellinor d’Melon. La violinista, que cuenta apenas con veintiún años de edad, abordó en compañía del pianista ucraniano Vadim Gladkov un plato fuerte de sonatas muy señeras y bien conocidas para el público melómano: la Número 4 de Beethoven, la Número 2 de Brahms y la celebérrima sonata en La Mayor para violín y piano de César Franck. Todas ellas, como es sabido, comportan notables dificultades técnicas y ponen a prueba a los solistas más reputados. Las grabaciones de estas piezas son innumerables, a cargo de los mejores, y por ello tiene un punto de osadía aproximarse a ellas. Hay que especificar, en todo caso, que la sonata de Beethoven y la de Franck forman parte del repertorio de esta intérprete desde hace ya varios años.

Melon es una violinista aguerrida e intensa. Brilla en los pasajes contundentes, que acomete sin temblor y con precisión casi quirúrgica. Cada nota está en su lugar y su firmeza con el arco es apabullante. En sus manos, el Guadagnini que toca exhibe pasajes gloriosos con un sonido espectacular, brillante y de extraordinaria proyección. Fraseo y agógica son sin duda sus puntos fuertes. La intérprete se atreve con repertorios complejos porque es consciente de su técnica impecable. Ahora bien, frente a este repertorio de virtudes, no precisamente escasas ni desdeñables, debe reprochársele una carencia de finesse en los pasajes más sugerentes y delicados del repertorio: pizzicati, pianissimi... no son precisamente sus mejores bazas. Melon es un torbellino que requiere control. Los tempi pueden resultar excesivos en algunas de las piezas; de hecho, las tres piezas del programa se liquidaron en 65 minutos. Su virtuosismo nos dejó sin aliento pero no nos conmovió, sino que más bien nos despeinó, como en un viaje en un descapotable desbocado por las curvas de San Juan de Luz; lo que nos lleva a concluir que la labor de pulido se estima muy necesaria en esta violinista excepcional, con el fin de que no se agoste prematuramente. La violinista debe cuidar más también su presencia escénica, esencialmente por transmitir una sensación de incomodidad interpretativa.

Su acompañante al piano realizó un papel correcto, aunque atravesó serias dificultades en la sonata de Franck, tanto a nivel musical personal como con su coordinación con Melon. La violinista lo dejó abandonado a su suerte, apretando el acelerador y resolviendo en monólogo de violín lo que debiera haber sido un diálogo entre violín y piano.

En todo caso, debe encomiarse la apuesta por parte del Palacio por intérpretes jóvenes y prometedores, quizá no tan integrados en los circuitos habituales, pero con currículos apabullantes como el de Ellinor D’Melon, que tal vez en pocos años se recuerden. Fue una lástima ver la Sala Pereda desangelada y casi vacía. No quiero ni pensar en la sensación de los músicos ante semejante panorama; quizá por ello no hubo propina. El público de Santander aún debe asimilar que existe vida musical más allá de las orquestas.