Quizá no es políticamente correcto afirmar que una obra salida de la pluma del Fénix de los Ingenios no es todo lo ingeniosa que cupiera esperar del Ave Renaciente, pero la verdad es que Lo fingido verdadero parece un texto escrito a trompicones y con un propósito no del todo claro, lo que la hace pendulear en no pocos de sus prolijos pasajes. Antes de que los puristas se rasguen las vestiduras, aprovecharemos para aclarar a los profanos que el asunto empieza con las guerras intestinas que por dominar un Imperio Romano ya decadente van entretejiéndose hasta llegar a colocar a Diocleciano al frente del Imperio de Oriente, mientras Maximiano desempeñaba lo propio en la parte de Occidente. Lope se entretiene en darnos detalles de estos asuntillos hasta que de repente se le aparece a Diocleciano una panadera que a modo de vestal un poco casquivana le empieza ofreciendo un pan y metiéndosele en la alcoba. Entre tanto, se desarrolla una acción en paralelo en que vemos a un tal Ginés, poeta desafortunado en amores y en denarios, que acabará por representar ante el Emperador sin venir a mucho cuento una especie de comedia que en realidad se transforma en una matrioska (con perdón por el término, dados los tiempos que vivimos) según la cual se nos explican cosas sobre las teorías aristótélicas acerca del teatro y, en definitiva, del teatro dentro del teatro, al mismo tiempo que se desgrana la conversión al Cristianismo del propio Ginés ante Diocleciano, quien lo manda martirizar, y así muere y el pobre se convierte en santo y patrón de poetas y actores.
Siendo ya todos conscientes de lo extremadamente sensato de
la trama de la obra, nos ponemos a contemplar el gran esfuerzo que Lluís Homar
desde la dirección ha realizado al frente de la Compañía Nacional de Teatro
Clásico en la Sala Pereda del Palacio de Festivales de Cantabria en este fin de
semana. Lo primero que cabe preguntarse es una cosa: ¿de verdad a nadie se le
ha ocurrido pensar que dos horas y cuarto de ristras y ristras de versos reiterativos
del jaez descrito no merecían una adaptación? (cuidado: hablo de una buena
adaptación en métrica, rima… no de una chapuza). No es precisamente infrecuente
que se amputen obras de gran valor literario e histórico; ¿cómo es posible que
aquí, precisamente aquí, no se aligere un texto que pega unos bandazos
insostenibles? Cuando lo que se tiene entre manos es un dislate, pues lo que
único que cabe es dejarse arrastrar por la corriente… si no se impone un
arranque de valentía. Y eso es lo que le ha ocurrido a Homar: no tener la
valentía de recortar lo que sobra, que no es poco (ya, señores filólogos, oigo a
lo lejos su algarabía, pero yo también soy filóloga). La apuesta por esta
peculiar obra no es un fracaso de la CNTC; sí lo es no haberla solventado con
la audacia necesaria.
Como lo que se nos cuenta no tiene pies ni cabeza, por mucho
que apelemos a la teoría del theatrum mundi, se ha optado por vestir a los
personajes de formas diversas para salvar los muebles: hay musas de cabaré, hay
oficinistas con fulares muy largos, hay hombres con atuendos que podrían ser de
hoy, ayer o mañana, hay muchas mujeres que hacen de hombres, hay mucho brillo
de lentejuelas y ligueros y tacones queer. Todos ellos deambulan por un
escenario que es un rectángulo en el suelo (¿por qué me recordó a aquella
maravilla llamada Veraneantes, pero sin nada de su sal?), no muy bien
iluminado, que tan solo se transforma un poco en la parte final, en que entra
un juego una suerte de empalagosa epifanía angélica y un mecanismo de poleas
que adquiere en su resolución un vago parecido con el Crucificado de Dalí. Todo
ello aderezado con músicas también dispersas: las Folías de España, acordes vocales
sueltos del Adagio para Cuerdas de Samuel Barber… Todo ello redundando en un
curioso leit motiv: que la confusión no se detenga. O Fortuna, uelut luna.
No podemos dejar de admirar el trabajo actoral. Y ello a
pesar de las dificultades de audición, pues al menos en las últimas filas de la
sala no se entendía casi nada. Quizá sean cosas de mi edad o mi butaca. En
líneas generales los intérpretes cumplieron bien sus cometidos, incluso en las
partes cantadas, destacando los desempeños de Israel Elejalde (a quien siempre
da gusto ver y escuchar porque es un actorazo, aunque el tétrico pañal que le
endosan al final de la obra no es de recibo) y Arturo Querejeta, que sufría
esforzándose en hacer comprensible lo que por sí no lo era, si bien en
ocasiones se giraba demasiado a espaldas del respetable y se difuminaba su
vocalización.
Esperemos que el próximo montaje de la CNTC nos haga
disfrutar un poco más y sufrir un poco menos.