PASOLINI O LAS ESQUIRLAS DE UN ESPEJO DESTROZADO

Recuerdo que hace muchos años organicé un ciclo de cine de temática vinculada a la Mitología Clásica en el que quería que no figurasen títulos más o menos previsibles del género del peplum, sino más bien películas difíciles de localizar si no era en la trastienda de oscuras filmotecas o incluso en grabaciones privadas de ese tipo aficionados que, no sabes cómo, siempre pueden hacerse con una copia de casi cualquier cosa. Entre los títulos que integraban el listado se encontraba la Medea de Pier Paolo Pasolini, que para mí encerraba tentaciones diversas: la peculiar interpretación pasoliniana del mito euripideo, el protagonismo de Maria Callas (esta fue su única incursión en el cine) y su planteamiento oscilante entre el sueño y lo real, entre lo atávico y lo racional, entre lo bárbaro y lo domesticado. Mediante Medea Pasolini denuncia la trampa de la supuesta Modernidad en que Europa se siente inmersa desde su atalaya de racionalismo pragmático frente al misticismo sacro, tal vez violento pero tangible, de las civilizaciones medio-orientales. Pasolini no recrea verdaderamente la tragedia de Eurípides en su literalidad, más allá del empleo de algunos elementos como el coro, el sueño de Medea o el diálogo entre ésta y Creonte, sino que desciende, una vez más, a exhibir la contradicción entre lo que un día fuimos y hoy decimos ser, entre lo que odiamos practicar y lo que anhelaríamos alcanzar. En esa encrucijada vemos los ojos rasgados de Callas-Medea en un entorno rocoso, descarnado que recuerda mucho a la soledad en que pocos años más tarde habría de morir el cineasta italiano. Callas fue sorprendida por Pasolini en un momento crucial de su vida: acababa de ser irremediablemente abandonada por Onassis. Y aunque no era precisamente Pasolini, el comunista, el provocador, su cineasta preferido, fue convencida por Franco Rossellini para mantener una entrevista con él. En aquel encuentro, Pasolini se enamoró cinematográficamente de ella. Callas, con su rostro de inaccesible koré, representaba desde una perspectiva existencial todo lo que él amaba y odiaba a la vez, al tiempo que Pasolini le ofrecía una historia en que la ira tan reciente y dolorosa de ella podía canalizarse en una poderosa angustia femenina de tinte universal. Capadocia o Aleppo fueron los escenarios en que aquellos oníricos retazos marxistas de Pasolini se fundieron, alumbrando otra versión más de su obsesa contradicción interior, tan difícil, tan imposible en realidad, de resolver. Todo ello cristalizó en una cinta un tanto inaccesible para el gran público pero que a cambio poseía un magnetismo ineludible, a pesar de distanciarse bastante en su lenguaje de las polémicas Teorema, El Evangelio según Mateo o, llegando al extremo, la sádica Saló o los 120 días de Sodoma (rodada precisamente poco antes de la monstruosa muerte del cineasta). En estos filmes, Pasolini concibe a la burguesía no como clase social, sino como una suerte de enfermedad pestilente que emplea el poder, sucio per se, y lo corrompe aún más en su propio beneficio.

Siempre me ha parecido que la figura de Pasolini guarda una relativa semejanza con la de Aldo Moro, que en su extraño y fallido flirteo desde la Democracia Cristiana con la Mafia acabó muerto a balazos en el maletero de un coche. Estábamos prácticamente en los mismos convulsos años de una Italia en que el Cristianismo (o mejor, el Catolicismo) y la delincuencia mafiosa campaban por sus fueron en los llamados “años de plomo”. Paolo Sorrentino en su extraordinario filme Il Divo (qué gran interpretación de Toni Servilio podemos admirar en esa película) relata estos antecedentes siniestros antes de entrar en el análisis y disección de ese oscuro personaje llamado Giulio Andreotti.

Mafia, catolicismo y poder fueron los tres pivotes sobre los que giró la vida –y la muerte— de Pier Paolo Pasolini. Seducido por una suerte de cristianismo marxista que al mismo tiempo le excomulgaba de sus filas por insolente y homosexual (execrado desde bien temprano por los comunistas, que se apoyaron en una acusación de pederastia –“conducta indecente”, dijeron–), e implacable en su denuncia de los excesos de una clase social a la que pertenecía y que sin embargo le repugnaba profundamente, Pasolini se hallaba en un fuera de campo perpetuo que lo condujo hasta su siniestro final, reventado por los golpes de una barra de hierro y por las embestidas de su propio Alfa Romeo plateado. Siempre al margen de cualquier complicidad con el poder, siempre a la contra de lo que de él se esperaba, oscilando entre la abyección y la generosidad, Pasolini ha devenido un mito que sigue resultando incómodo para muchos, a pesar de las casi cinco décadas que han transcurrido desde su desaparición.

El mito y el odio suelen caminar por la misma senda y de la mano. No cabía otra suerte para el bello y osado Pier Paolo Pasolini, que abrazaba la Roma destrozada que tan bien encarnó esa bestia cinematográfica que fue Anna Magnani a la vez que admiraba la figura de Jesucristo como quien se entrevé sin redención posible en las esquirlas de un espejo destrozado.