MARTIRIO Y PESADILLA EN EL PALACIO DE FESTIVALES

 

In illo tempore, decir Ron Lalá era sinónimo de una casi garantía total de buen hacer, de gracejo, de desparpajo bien entendido, de conocimiento y dominio del verso clásico, de buenas actuaciones. La compañía de Yayo Cáceres nos ha deparado a lo largo de su devenir espectáculos que, con algún que otro pero, siempre nos dejaba con buen sabor de boca.
Es verdad que ya en su último montaje incidió la compañía en algo cada vez más frecuente y más molesto para el espectador: la ignorancia esencial de un principio inalienable, cual es el de que el actor tiene que ganarse el cocido en las tablas sin servirse de la intervención del respetable. Porque si de lo que se trata es de que el auditorio nos salve parte de la función, esta debería ser como mínimo gratis, por no hablar de lo molesto que resulta que te hagan preguntas capciosas estando tranquilamente sentado en tu butaca, como en una verbena digna de los mejores tiempos del franquismo, en que cabía el peligro de que Luis Aguilé te sacara a bailar para escarnio y mofa de los presentes.
Pero no teman, que no desvarío ni me pierdo. Es sabido que la pandemia, aparte de los obvios e ingratos efectos sanitarios, ha golpeado con fuerza al sector de la cultura y los espectáculos. Innumerables conciertos cancelados, obras de teatro aplazadas o recortadas sine die, auditorios vacíos…: la cultura ha sido la pagana de los desmanes gubernamentales –lo mismo me da el color–, ignaros en materia de gestión y en otras muchas. No. Nuestros políticos desconocen la historia que va más allá de la cuantía de sus abultadas nóminas, y en consecuencia no saben que ya en la Antigüedad funcionaba muy bien aquello del panem et circenses: cuando la cosa estaba fea, se arrojaban unos chuscos de pan duro y unos juegos cruentos a la chusma y esta se aplacaba. Nuestros políticos, por el contrario, han pensado que era mejor cerrar empresas y castrar las ansias culturales de las gentes confinadas. Han confiado más en el terror que en el entretenimiento. Una sandez como otra cualquiera, que ha traído sus consecuencias. Entre ellas, espectáculos como el de Ron Lalá.
Señoras y señores: somos conscientes de que 2020 y 2021 han sido años duros, con ingresos escasos. Cabía caer en la tentación de ofrecer un espectáculo vulgar, comercial, fácil, que llenara auditorios y bolsas escuálidas. Uno de esos espectáculos en que se ven las caries en las risas desatadas y se obliga a bailar un chotis a los espectadores asistentes al engendro. Cabía caer en esa tentación… y se ha caído. Sabemos los motivos pero no sabemos por qué se ha perdido el respeto al antaño respetable. Ron Lalá se ha embarcado en Villa y Marte, una aventura siniestra sin pies ni cabeza (aunque nos sobran brazos y ojos) que oscila entre el musical y un show de Arévalo, en que se “canta” a coz en grito (coz no es errata aquí), se emplean palabras malsonantes sin venir a qué, se hacen alusiones obvias a politiquillos de escaso pelaje para que se ría el personal con la neurona en posición venérea o sabática y se juega con retruécanos tan elementales que causan vergüenza ajena. Pero es que además, no bastando con esto, ni con lo absurdo de una historia que más parece histeria, la realización técnica de la cosa es lamentable: era difícil no salir de la sala con los tímpanos rotos (y para colmo sin haber entendido prácticamente nada de lo que se canturreaba) y más difícil aún era no quedar abochornado por la cutrelux resolución escénica, por la insistencia en levantar al público de sus asientos para hacer el ridículo o por la presencia de unos personajes que por momentos nos hacían desear estar realmente en Marte, ese planeta en que la atmósfera roja te ciega como una tormenta de arena en el desierto.
No ha sido este un buen comienzo para la nueva temporada del Palacio de Festivales. Una mala noche la tiene cualquiera. Esperemos que las siguientes convocatorias nos permitan reponernos del susto de esta primera cita.